Crónicas afganas: Cuando ser niña es un negocio

Por Antoniopampliega

Una de las pocas cosas que se pueden hacer cuando uno está empotrado en una unidad norteamericana perdido en medio de la nada es interaccionar con los afganos. Es un acto de enriquecimiento cultural para ambas partes. Es un modo sencillo de conocer al otro. Una oportunidad única de intercambiar impresiones con los civiles y observar esta guerra desde su punto de vista… Pero, además, es una ocasión perfecta para acercarme un poco más al pueblo pastún y conocer de primera mano cómo son y cómo piensan.

Una de las cosas que peor llevo son las interminables caminatas por pueblos fantasmas. Casas de adobe vacías por culpa de una guerra que no tiene fin. Sus habitantes han decidido huir por temor a las tropas de ocupación, a los talibán, a morir de inanición o de un bombazo. El calor es insoportable y resguardarse a la sombra de grandes árboles una quimera. Por eso, cada descanso es una bendición.

He aprovechado el descanso para recorrer el pueblo. Un sencillo riachuelo corre paralelo a la carretera principal que desemboca en el corazón de este pueblo; el mercado. Aquí es donde los afganos se reúnen para hacer vida en común. Frente a una taza de té bien humeante y comiendo pedazos del famosísimo Nan-i-afghani hablan de sus cosas. Puestos con tomates, patatas, pepinos, y demás hortalizas se amontonan en los puestos a la espera de ávidos compradores… Un mercado como el de cualquier ciudad del mundo, pero con una singularidad: no hay mujeres. ¿Dónde están? “En casa, las mujeres tienen terminantemente prohibido salir a la calle solas. Ni siquiera con el burka. Esto no es Kabul, me advierte, aquí no verás a las mujeres andar solas por la calle o con unos vaqueros puestos. Aquí vuestras costumbres occidentales no han llegado y dudo mucho que lleguen algún día”, sentencia Mustapha, el intérprete que me acompaña.

Mercado de verduras cerca de la ciudad de Marjah. Foto: A. Pampliega

Cuando en octubre de 2001 Estados Unidos decidió a intervenir militarmente en Afganistán esgrimió, como una de las razones principales, salvar a las mujeres afganas del trato vejatorio al que los talibán las tenían sometidas. Casi una década después, las mujeres afganas no le importan a nadie y prueba de ello es este pequeño pueblo de la provincia sureña de Helmand. Es cierto que en la época talibán la situación era extrema Las mujeres eran un cero a la izquierda. No valían nada y estaban sometidas a la voluntad del hombre… Ahora hay mujeres que tienen vida pública, mujeres que trabajan en el Parlamento de Afganistán. Se han creado un montón de asociaciones de mujeres; algo impensable en la época talibán. Las niñas pueden acceder a una educación de la que los talibán las habían privado por el mero hecho de ser mujeres; las mujeres han vuelto a recuperar sus trabajos, como maestras, enfermeras, doctoras, etc.… Se ha hecho mucho por mejorar las condiciones de la mujer en Afganistán pero no es suficiente. En muchos puntos del país la mujer es sólo un mero objeto que se tiene guardado en casa.

Decido continuar con mi periplo por la plaza central del pueblo. Tiendas y más tiendas se sitúan a ambos lados; son todas similares. En una pequeña tienda de comestibles unos ojos azabaches me detienen en seco. Sonríe. No puede evitarlo. Se siente observada. Importante. Agacha la cabeza. Es muy tímida. Cubre su aterciopelado cabello negro con un pañuelo verde eléctrico. Halima se oculta detrás de su padre, un pastún de enmarañada barba negra y turbante que nos invita a sentarnos. Susurra unas palabras a la niña que desaparece un segundo para volver a aparecer con una bandeja con tres tazas humeantes de té.

Halima es una niña, de no más de ocho años, que ayuda a su padre, Fahim en el negocio familiar. Tienen unos intensos ojos y una sonrisa vivaracha que llama poderosamente la atención. Le ofrezco un caramelo. Se lo piensa, se lo piensa mucho… Pero finalmente lo coge dedicándome una sonrisa con sus dientes mellados. Aún es una niña. Halima nunca ha ido a la escuela, a diferencia de su hermano mayor, Said- de 14 años-, que acude todos los días. “Halima sólo sabe escribir su nombre”, afirma su progenitor. “Pero tampoco necesita más. Será una magnífica ama de casa, como su madre, y una atenta esposa con su marido. No entiendo que las niñas vayan al colegio a estudiar; porque no les servirá de nada”, sentencia.


Halima posa junto a su padre Fahim y su hermano Said delante de su pequeña tienda de comestibles. Foto: A. Pampliega

Las palabras de Fahim pueden sorprender pero es la triste realidad. La situación de las mujeres afganas en las zonas rurales es de total desamparo… En Kabul, como en el resto de grandes ciudades del país, es fácil ver a niñas que acuden diariamente al colegio y a la Universidad para sacarse una carrera pero en las zonas rurales la historia es bien distinta. No es tradición que las niñas vayan a la escuela. Las familias, en muchas ocasiones, ni se lo plantean. Las niñas son para casarlas y recibir dinero por ellas a través de la dote. Son una fuente de ingresos muy importante…

En Afganistán todos los matrimonios son concertados. No existe una relación de amor; o una relación de amistad entre un hombre y una mujer. Esto no es aceptado socialmente por la sociedad afgana. Los matrimonios se apañan entre dos familias que se ponen de acuerdo y casan a sus hijos por meras cuestiones económicas. Además, existe la tradición de que el hombre tiene la obligación de pagar una dote por la mujer. Una dote que suele ser bastante elevada- entre 2000 y 3000 euros en un país donde el sueldo medio no llega a los tres euros diarios. Los hombres que pueden permitirse pagar esa dote se deberán casar con una chica a la que no conocen de nada y a la que, en el mejor de los casos, han visto una vez en su vida.

Ese es el futuro que espera a Halima. Un futuro que le llegará en algo más de cuatro años. Las familias más necesitadas- ¿hay alguna familia afgana que no entre en este ‘espectro’?- intentan casar a sus hijas en cuanto tienen su primera menstruación. Es decir, con 12 o 13 años. Aunque según la Constitución del país las chicas no se pueden casar hasta que hayan cumplido los 16 años. Pero aún así los matrimonios infantiles están a la orden del día. ¿Quién controla esto? Nadie… Porque no hay nadie que lo pueda controlar.

Los encargados de controlar estos matrimonios infantiles son los Tribunales. Pero aquí es donde reside el problema. Sólo el 11% de los jueces han estudiado derecho; el resto no ha estudiado ningún tipo de leyes. Esto significa que la mayoría de los jueces afganos son mulás, autoridades religiosas, o son gente que ha realizado estudios secundarios o estudiado en facultades islámicas. Pero a esto hay que añadir que sólo hay juzgados en las grandes ciudades del país. Es decir, es imposible saber si una niña tiene doce años o dieciséis porque nadie se va a tomar la molestia de comprobarlo.

En Afganistán quien tiene una hija tiene un tesoro. Un tesoro en forma de dote que ayudará a la familia a sobrellevar su precaria existencia en el segundo país más pobre del mundo. Es posible que la Democracia haya desembarcado en el país centroasiático pero aquí, aún, se sigue viviendo en el pasado.