Crónicas afganas: El eslabón más débil

Por Antoniopampliega

Permanece inmóvil. Distante. Se mueve sin moverse. La vida se le escapa a cada instante y no es consciente de ello. Lleva tres días en coma y los médicos del Hospital de Militar Regional de Kandahar no son muy optimistas. “Apenas ha dado síntomas de mejoría”, afirma el capitán Michael Hampton, uno de los médicos norteamericanos que prestan servicio en este hospital enclavado en la cercana base de ‘Camp Hero’ a pocos kilómetros de la base aérea de Kandahar.

El pecho sube y baja. La respiración es constante y rítmica, pero irreal. Es una máquina quien mueve sus pulmones. Quien lo aferra a la vida. Quien hace latir su joven corazón. Tiene el rostro completamente desfigurado por culpa de la explosión de un IED cuando patrullaba con su unidad. Pero puede considerarse muy afortunado- a pesar de su estado- ; sus compañeros no tuvieron la misma suerte. Fueron pasados a cuchillo por los talibán. En la guerra no hay medias tintas y la piedad es ‘pecata minuta’ en un país como Afganistán; donde pertenecer al ejército nacional es un pecado penado con la muerte. A este joven soldado afgano le dieron por muerto… Eso, le salvó la vida- o por lo menos- se la alargó más que al resto de sus compañeros.

Las enfermeras que cambian las gasas que cubren su rostro le miman. “Le llamamos cariñosamente John. Debe de tener la edad de mi hijo… Siempre que puedo vengo a ver sí se ha producido algún cambio y hablo con él, le digo el día que hace. Lo que suele decirle una madre a su hijo”, comenta Sandra Harrison, una robusta enfermera que le coloca lienzos nuevos sobre el rostro bañado en un líquido amarillento que no tarda en impregnar los nuevos vendajes.


'John' permanece inmóvil. Distante. Se mueve sin moverse. Foto: A. Pampliega

‘John’ es el testimonio mudo y silencioso que habla de unos muertos olvidados por todos. Unos muertos que a nadie le importan un bledo. Muertos que no aparecen en las estadísticas sobre los caídos en combate en esta guerra. Porque son, simplemente, prescindibles. Nadie guardará un minuto de silencio en su memoria. No se les honra, ni se les recibe con honores de estado. Ninguna bandera cubre sus ataúdes aunque hayan dado la vida por su país. Son soldados de tercera… ¡Qué lástima!, incluso en la guerra hay que tener nivel para morir.

En la puerta de la sala de urgencias del hospital esperan dos médicos norteamericanos, tres afganos y cinco enfermeros. Los Medevacs van para allá con un par de heridos en estado crítico… Están prevenidos. El sonido del helicóptero se cuela por la puerta de urgencias. Los enfermeros emprende, veloces, la carrera hacia el Blawk Hawk que continúa batiendo sus aspas- aún debe regresar a por más heridos. Sacan dos camillas. En cada una un soldado afgano, con rostro desencajado. Son transportados al interior del hospital a toda prisa… Su vida depende del tiempo y, este, se les comienza a agotar.

Hoy ha sido un mal día para el ejército nacional de Afganistán destacado en la provincia sureña de Kandahar. Se han sucedido los enfrentamientos contra la insurgencia dejando un saldo de varios muertos y heridos por ambos bandos. La peor parte se la ha llevado un soldado afgano al que le colocan una sábana blanca sobre su cuerpo inerte. “¿Hora de la muerte? 10:25”, se responde a sí mismo el doctor mirando un reloj que pende de una de las paredes de la sala de urgencias de este pequeño hospital destinado- exclusivamente- a atender a los soldados y policías afganos. “No hemos podido hacer nada por él. Había perdido mucha sangre. El equipo de los Medevacs que lo ha traído lo consiguieron estabilizar en el helicóptero pero venía bastante mal. Apenas tenía constantes. El IED le ha destrozado la pierna desgarrándole la femoral y ha muerto desangrado”, asevera mientras tira los guantes de látex manchados a un cubo de basura situado en el extremo de la sala.


"No hemos podido hacer nada por él", afirma el Major Johnson. Foto: A. Pampliega

Mientras el Major Johnson, responsable norteamericano del hospital, se retira sin haber podido salvar la vida al soldado; a su lado su compañero, el capitán Hampton, se afana por taponar la herida de otro militar. Tiene un agujero de bala en un costado que le ha perforado un pulmón. La sangre le sale a chorros resbalando entre los dedos del médico norteamericano que se desgañita pidiendo a gritos más vendas para taponar la herida- que tiene el tamaño de un puño. El soldado afgano tiene la mirada perdida. Sus ojos miran al infinito o tal vez a la muerte, que aguarda en el cabecero de su cama a que el médico se rinda… La escena parece salida del pincel del Greco. Perfiles afilados. Miradas perdidas. Atmósfera tétrica. Podría haber sido un figurante en el soberbio ‘Entierro del Conde de Orgaz’ firmado por el genio griego… Un pitido inunda la sala. No hay constantes vitales. La parca, al final, le ha conseguido arrebatar el alma a pesar de los esfuerzos del médico.


Sus ojos miran al infinito o tal vez a la muerte, que aguarda en el cabecero de su cama. Foto: A. Pampliega

“Ese hombre hubiese conseguido salvar de haber tenido chaleco antibalas; pero aquí, muchas veces priman otras cosas”, se lamenta Michael Hampton lanzando con rabia los aguantes al suelo y mirando el reloj de la pared. “Hora de la muerte. 10:55”. Los cuerpos de seguridad afganos son los que se llevan la peor parte en las refriegas. Mal preparados, fatal equipados, son carne de cañón ante una insurgencia feroz que se sabe superior a ellos. Por eso no duda en lanzar terribles acometidas contra el Ejército y la Policía. Son el eslabón más débil de la guerra.