Crónicas afganas: Los venderores de humo

Por Antoniopampliega

Desde Kabul.

Los afganos pueden carecer de muchas cosas; pero esas mismas carencias les hacen agudizar su ingenio para poder salir adelante en un mundo demasiado hostil; quizás incluso despiadado y que no les da tregua en sus penurias. Y es que cuando el estómago ruge con fuerza con algo hay que acallar ese desgarrador grito de hambruna. Azma y Shaid son un buen ejemplo de ello.

Estos dos primos de Kabul son unos herederos muy dignos de nuestro Lazarillo de Tormes. Su aspecto se asemeja bastante con el protagonista del inmortal relato. Sucios, descarados, sin vergüenza a nada ni a nadie, pero sobre todo se asemejan en sus ganas de superación y de properar. A pesar de su corta edad- tienen 10 años- ya saben que la vida no les va regalar absolutamente nada y menos en Afganistán; y por eso llevan más de tres años buscándose las castañas en una ciudad donde los niños son un cero a la izquierda. No les importan a nadie y nadie apuesta por darles un futuro lejos de las calles…

Estos tiernos infantes- que jamás han ido al colegio- han tenido la brillante idea de hacer un negocio con un viejo bote de hojalata agujereado en la base, unos carboncillos y un poco de incienso. Sabedores de uno de los puntos débiles de sus paisanos- la superstición- han montado su pequeño negocio vendiendo humo a los demás. Amza y Shaid se entremezclan entre los peatones que andan despreocupados por las calles de Kabul y en una décima de segundo se planta delante de alguien que está desprevenido y le rocían con el humo procedente del incienso quemado… Con esto pueden sacarse unos tres dólares al día. “No es un buen trabajo pero tenemos hambre y necesitamos el dinero”.

La función, según dicen ellos, es “dar protección”, asiente sin dudar Amza. Shaid permanece callado y desconfiado ante mis preguntas. Me mira con indiferencia, no tiene muy claro si sacará algo en limpio de todo esto (dinero para llevar a casa) y en seguida se cansa y va en busca de nuevos clientes. Pero su primo se muestra más abierto y no tiene ningún tipo de reparos en hablar de su negocio. “Este humo que rociamos a las personas es una cosa santa. Lo hacemos para expulsar a los malos espíritus que nos amenazan en esta vida”, afirma.

Los afganos son muy dados a las supersticiones y utilizan este tipo de humo para purificar a los recién nacidos, para bendecir a los recién casados, para limpiar de malos espíritus las casas o para ayudar a los fallecidos a ir a la otra vida libres de todo pecado. Pero parece que la suerte que van repartiendo entre los demás es bastante esquiva con ellos.

Azma nunca ha tenido la oportunidad de abrir un libro. De impregnarse de ese olor a páginas aún vírgenes, sin que nadie antes las haya pasado las yemas de los dedos por encima de sus renglones negros. Azma, con diez años, jamás tendrá la oportunidad de experimentar esa sensación. Siempre ha tenido que trabajar. Sobre sus pequeños hombros recae el peso de su casa- y son cuatro bocas que alimentar. Su padre guarda reposo por una infección pulmonar y su madre tiene que quedarse en casa cuidando de su hermano pequeño. Azma es un niño adulto al que la vida le ha ido curtiendo a base de palos. “Nunca pienso en el futuro, ¿para qué? Soy pobre y mi futuro no me deparará nada. Sólo vivo al día”, argumenta con una madurez que otros niños de su edad aún no han alcanzado. Azma y Shaid seguirán buscándose la vida aunque esta siempre les sea esquiva o les dé la espalda…