El filme relata la debacle social e individual --especialmente para la mujeres-- que se le vino encima a Afganistán con el régimen de los talibanes: no le bastó al país con las invasiones extranjeras o las guerras civiles que lo arrasaron, sino que encima debe hacer frente a una paranoia religiosa y a un poder omnímodo y discrecional ejercido por una patulea de cafres. La anécdota que pone en marcha la película lo expresa todo esto de una manera mucho más directa e intuitiva: Parvana es una adolescente que decide jugarse la vida y disfrazarse de chico para poder trabajar y dar de comer a su madre y hermanos tras la injusta detención de su padre. El pan de la guerra no busca convencer a base de escenas ni momentos definitorios, es simplemente una cronología de la desesperación cotidiana, de la lucha por sobrevivir de cualquier manera: sortear la muerte, comer y trabajar para ganar algo de dinero. Y una mínima esperanza de encontrar a su padre con vida. Cualquier otra anécdota que no entrara en este esquema sería considerada pura estética o concesión al drama.
Película directa, sencilla, relato muy bien estructurado, preparando al público para el gran final --con justificables licencias dramáticas incluidas-- que, sin anular la impresión general, sorprende por el punto en el que deja la historia. Sin embargo, me parece una buena manera de ofrecer un final de ficción digno y a la altura de un conflicto real y sangrante que sabemos perfectamente que no ha terminado.