El mito del laberinto es antiguo como la humanidad. Muy pronto nos dimos cuenta de que es muy fácil vagar por la vida perdidos sin encontrar salida. Cuentan que en Cnosos había un intrincado palacio laberintico. Cuentan que lo habitaban monstruos. No nos es difícil creerlo, todos habitamos algún que otro dédalo, todos tenemos leviatanes en algún oscuro pasillo interno.
Lo más peligroso de un laberinto es no saber que se está en él. Cuando las distracciones y el ruido de fondo impiden esa toma de conciencia quedamos a merced de la celada y de sus oscuros habitantes. Y no les quepa duda, todos somos alcanzados por la ignominia si no somos capaces de salir de nuestros propios círculos concéntricos.
¿Quién es verdaderamente el Minotauro? Esa pregunta ha de ser respondida por usted. Nadie ajeno a su propia vida le ha visto la cara. Algunos lo llaman deseo, otros sombra, también leemos desolación, horror y sinrazón. El oscuro ser necesita alimentarse de vida pero al no poder hacerlo en la luz se cobija en las profundidades. ¿Qué pasa cuando el laberinto nos atrapa y no somos capaces de alimentarnos de luz?
La enfermedad tal vez sea uno de los laberintos más comunes o, si atendemos la aguda propuesta de unos pocos, el hilo de Ariadna que nos saque del mismo. Sin ruptura biográfica no es posible acometer ningún cambio vital transformador.
Hoy les propongo que se atrevan a mirar a su alrededor. Traten de averiguar si están en descampado o rodeados de muros visibles o invisibles, de pasadizos que no llevan a ningún sitio, de tramas, redes y matrices que no permiten ver que hay al otro lado. Anímense a poner su atención en su corazón, ¿lo consideran verdaderamente libre? ¿lo sienten liviano o atrapado?
Lo mejor que Teseo puede hacer por nosotros es recordarnos que aquellos viejos griegos cuyos hijos son hoy esclavizados por la cadena del oprobio siguen regalandonos las preguntas de las que quizá nazcan nuestras respuestas.