Cualquier tiempo pasado ¿fue mejor?

Por Cristina Lago @CrisMalago

Hace unos tres años, fui invitada a una cena de amigos como acompañante de mi pareja de aquel entonces. El encuentro se concertó en una terraza veraniega del centro de Madrid y fue inagurado con una opípara cena que impidió por un buen rato establecer conversaciones más allá del ¡joder! ¡qué rico está esto!.

Una vez despachadas las delicias culinarias, los amigos, que se conocían desde la infancia y adolescencia, empezaron un entusiasta recorrido sentimental por la historia de su amistad compartida. Todo era mítico: aquella mítica despedida de soltero; aquel mítico bar de la esquina; aquella mítica borrachera; aquella mítica broma pesada. El mito -y el revival- iba ganando en intensidad a medida que empezaron a servir las copas. La boda de Ramón, la metedura de pata de Piluca, el viaje de fin de curso a Praga, los desayunos de resaca en la hamburguesería de Pepe…

En mi doble condición de recién llegada y abstemia, desconecté ligeramente del incesante martilleo de recuerdos y me dediqué a observar los gestos, las caras, las expresiones de mis compañeros de mesa cuando describían las apasionantes vivencias.

Al poco, me di cuenta de dos cosas. La primera: la mayoría de estos míticos recuerdos estaban asociados con el alcohol. La segunda: la manera en la que describían estas experiencias eran tan vívida, rica y brillante como la fotografía de una modelo de revista bien optimizada por una sobredosis de Photoshop. Una infancia paradisíaca y despreocupada; una adolescencia de ensueño. Ni rastro de la timidez, miedos, neuras o pletóricos ratos de aburrimiento supino que sufrimos todos los demás mortales en aquellas épocas.

No dije gran cosa durante las dos horas y treinta (copas) que siguieron, esperando que en algún momento la conversación se encauzaría al tiempo presente. Sin embargo, el surtido de anécdotas parecía tan inagotable como las bebidas y a mí me estaba empezando a entrar sueño, lo cual me convierte en una persona muy poco diplomática. Así que aprovechando una pausa, levanté un poco la voz y sorprendí a la concurrencia con un:

- Sí, sí, todo estupendo, pero ¿a qué os dedicáis ahora?

Para mi sorpresa, los rostros que me rodeaban sufrieron un efecto parecido al de un globo hinchado que se revienta súbitamente. Algunos se dieron cuenta de que sus copas estaban vacías y sus ojos fueron en busca del camarero. Un cierto aire depresivo se instauró en la mesa. Empecé a sentirme como si hubiera arrancado a patadas a un grupo de niños de un maravilloso paraíso perdido.

Mi empresa va mal…puede que nos acaben echando…

Con la hipoteca y los niños no llegamos a fin de mes…estamos ahogados.

Los hombres son unos egoístas, estoy harta de neuras…prefiero estar sola.

Por suerte llegaron las copas y el ominoso presente volvió a quedar sepultado bajo el peso de 30 gintonics. Al día siguiente, la crónica de la noche se despachó en: ¡cómo bebe Fulanito! ¡vaya pedo se cogió Menganita!.

Supongo que dentro de 10 años, aquella velada en la que no había pasado nada destacable, se transformaría en mítica por obra y gracia del Photoshop sentimental. Soy testigo de que lo único mítico que hubo allí, fue la resistencia hepática de algunos de los amigos.

Después de aquella cena, aprendí una pequeña lección. Cuando no estamos enamorados de nuestro presente, parte de nosotros nos llama persistentemente a lugares idealizados del pasado. Nos evadimos como con las drogas, las compulsiones, las relaciones, el alcohol. Hay muchas personas que se pasan toda la vida con el cuerpo en el hoy y el corazón en el ayer: no es de extrañar que existan tantas depresiones.

En las ocasiones en las que me sentía infeliz, también he vuelto con la memoria a aquel primer amor, a los tiempos del instituto, a los veranos en la playa. Aquella nostálgica pandilla de amigos me devolvía un reflejo de mi propia insatisfacción personal

Porque si a mí me hubiesen preguntado ¿qué haces con tu presente?: tampoco hubiera sabido qué contestar.

Aquella situación fue una de las muchas razones por las cuales empecé a ponerme las pilas. No quería verme en una futura cena con mis propios amigos y que mis mejores temas de conversación fueran estampas ideales de tiempos pretéritos.

Hubo muchas despedidas. Inicié un largo proceso de cambios.

Ahora, mi día a día está lleno de ojeras y sonrisas; trabajo duro y problemas; preocupaciones y responsabilidades; sorpresas y frustraciones; retos y derrotas; ilusiones y miedos. Seguramente cuando era una niña, la vida era más simple; y cuando era adolescente, tenía más tiempo libre. Pero son etapas cada vez más lejanas que no tienen mucho interés al lado de la oportunidad de vivir este presente maravillosamente imperfecto.

¿Los recuerdos? Aquí están para aprender o para disfrutarlos. No para construirse una residencia imperial con ellos. Sean felices o infelices, hermosos o tristes, ya no están sucediendo.

¿Por qué cualquier tiempo pasado fue peor? Porque ya no existe.