En un barrio de Nueva York (2021) emplea sin complejos numerosos elementos del complejo reaccionario-liberal que utiliza desde hace años la economía del subidón romántico, donde el romance, la música y el buen rollo ocupan casi toda la pantalla, aunque sin pasar de puntillas ante ciertas realidades incómodas (conflictos y dilemas individuales, amorosos, familiares y/o sociales). Al contrario, se mencionan sin complejos y se reconduce cualquier aspecto conflictivo con la legalidad vigente y la cultura estadounidenses, admitiendo implícitamente indeterminados errores y prejuicios por el camino, pero reforzando las bondades de la solución propuesta, aunque sea sólo una mínima parte. Nunca el problema es presentado como un choque de locomotoras sin posibilidad de entendimiento, porque eso supondría una invitación a enfrentarse al Sistema...
La película lo tiene todo --conflicto, drama, superación, romance, humor, espectáculo-- y además una buena banda sonora (en poco tiempo la veremos adaptada a los escenarios, otro musical perfectamente exportable a pesar de su localismo). Se nota que el objetivo principal es recuperar el optimismo tras un año de confinamiento forzoso en el que no tuvimos un verano normal; de modo que predominan el colorido, los ritmos alegres, las ganas de vivir y la confianza en el futuro. Quizá por ese deseo de acumular tanto buen rollo el metraje es excesivo, y con tantas vueltas y revueltas tampoco el guión se preocupa demasiado de que las tramas tengan un desarrollo coherente, lo justito para incluir las escenas que siempre gustan al público (momentos encantadores, falso distanciamiento, reconciliación, resurgimiento...). Y por eso mismo, la sensorialidad es la prioridad, eclipsando con eficacia los excesos cometidos con la historia y los personajes. Un poco menos de roneo, eliminar un par de tramas secundarias y un notable descenso en el nivel de aplazamiento de la satisfacción habrían dado lugar a un filme más interesante sin necesidad de traicionar ni renunciar las estructuras fundamentales del buen cine de entretenimiento.
En definitiva, En un barrio de Nueva York es una película bien hecha, que conoce perfectamente a qué audiencias se dirige y en qué momento de sus vidas, que extrae petróleo de un problema político y humano muy delicado (el limbo legal de los dreamers al que les condenó consciente y deliberadamente la administración Trump). Al otro lado del cuadrilátero, la reivindicación y el orgullo cultural de unos orígenes humildes, el legado musical, el optimismo, los números de baile y, sobre todo, esperanza para familias y jóvenes emigrados a una sociedad tan cerrada y clasista como la estadounidense. Que sí, que lo es, pero sin duda sabe venderse, aunque sea a costa de prejuicios e injusticias que el filme menciona de pasada, ahondando lo justo para no ser acusada de irreal o sesgada. Quizá esta mezcla inclasificable de conservadurismo y progresismo sea la principal seña de identidad de ese cine que Hollywood se gasta cuando decide abordar los conflictos de su tiempo.