Cuando la hache no es muda: Harper, investigador privado (Harper, Jack Smight, 1966)

Publicado el 10 febrero 2020 por 39escalones

El fondo está sembrado de buenas personas. Solo el aceite y los bastardos ascienden.

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-Tiene usted un modo de empezar las conversaciones que les pone fin.

-¿Por qué se ha separado de su mujer?

-Empieza las conversaciones igual que usted.

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Los personajes de Harper, investigador privado parecen hablar con una cuchilla entre los labios. Cada frase es un martillo, un látigo que busca dónde hacer blanco y dejar al descubierto y en carne viva la piel del interlocutor. Un festín para el espectador cuyo epicentro es Lew Harper (Paul Newman, cuya interpretación se basa más que nunca en el lenguaje facial y gesticulante, lejos de las intensidades interiores del “método”, que acentúa cada ironía, cada sarcasmo), un detective privado de Los Ángeles envuelto en un caso que, como es canónico en las grandes historias del noir clásico, se va enrevesando progresivamente hasta derivar en una tupida madeja de intereses retorcidos y siniestros con implicaciones inesperadas. Lew Harper es, en realidad, Lew Archer, el detective creado por el escritor Ross MacDonald, cuyo cambio de apellido en la película se debe a una “superstición” del actor que lo encarna, un Paul Newman que venía encadenando una serie continuada de éxitos interpretando personajes cuyos nombres, apellidos o motes comenzaban por la letra hache, y que aspiraba a mantener la racha. La historia de Harper, investigador privado es la de El blanco móvil o El blanco en movimiento, primera entrega de una veintena de novelas y una docena larga de relatos que entre 1949 a 1979 tuvieron como protagonista al sardónico sabueso californiano, y que destacan por sus hechuras clásicas, por tratamiento de los temas y las formas de grandes como Dashiell Hammett, James M. Cain o Raymond Chandler.

El detonante, como casi siempre, es casual: Albert Graves (Arthur Hill), viejo conocido de Harper que trabajó en la Fiscalía del distrito y ahora es un próspero y acomodado abogado, le recomienda a Miss Sampson (Lauren Bacall), la lenguaraz y desencantada esposa de un importante hombre de negocios, para que investigue la súbita desaparición de su marido tras su regreso de un viaje a Las Vegas en su avión privado. Miss Sampson solo desea estar informada, saber de las actuales correrías románticas de un esposo para el que nunca ha pintado nada la palabra fidelidad, pero pronto el caso da un giro más trágico: la desaparición voluntaria se convierte en supuesto secuestro y en una petición de rescate de medio millón de dólares, y los colaboradores y conocidos de Sampson parecen todos sospechosos de ocultar algo, desde su piloto, Allan (Robert Wagner) a su amante (Julie Harris), la melosa cantante de un club de carretera llamado El Piano, pasando por una actriz venida a menos que ahora ejerce de vidente aficionada, decoradora desquiciada, gran comedora y borracha profesional (Shelley Winters) cuyo marido (Robert Webber) es, precisamente, propietario de El Piano, además de socio de Claude (Strother Martin), líder de una secta de iluminados que vive en comuna en una extraña casa construida en una montaña, antigua propiedad de Sampson donada generosamente para la causa espiritual. Las relaciones personales terminan de complicar el puzle: la pizpireta, coqueta y cabeza loca de la hija de Sampson (Pamela Tiffin), fruto de su primer matrimonio, aspira a enrollarse con el guaperas de Allan, que la desdeña, pero al tiempo es objeto de las atenciones de Albert, en el que ni siquiera repara; por otro lado, la joven no se lleva demasiado bien con su madrastra, que aprovecha cualquier ocasión para asaetearla con sus dardos verbales; por último, el propio Harper se encuentra en proceso de separación de su esposa (Janet Leigh), según el manido tópico de la mujer que abandona a un hombre absorbido por los horarios, los quebraderos de cabeza y los tormentos físicos y psicológicos de su profesión.

Como es de esperar, todas estas líneas argumentales, o la mayoría de ellas, terminan por adquirir un carácter condicionante del desenlace, no sin la consabida sorpresa y el necesario giro final que ponga patas arriba lo indagado previamente. El tejido de la trama, magníficamente hilvanado y concluido (incluso con un final, si no abierto, al menos entreabierto) por el guionista William Goldman, se sustenta en las evoluciones investigadoras y en los comentarios y actitudes socarronas de Harper (sus conversaciones con el sheriff a cargo del caso -Harold Gould-, por ejemplo, o con el incompetente agente que este pone a seguir al detective), desarrolladas a lo largo de solo tres jornadas con continuas idas y venidas bajo los luminosos cielos californianos y algún que otro momento de tensión y de riesgo en las calurosas noches de su eterna primavera. Las ambiciones entrecruzadas de los distintos personajes se combinan con ingenio para construir una tensión dramática viva al mismo tiempo en ambos extremos del argumento: mientras Harper investiga, los personajes se mueven de su posición y van ocupando lugares distintos en la trama a los mantenidos al principio, de modo que la conclusión es fruto de la propia investigación, no un fin en sí mismo desde el origen. El sentido de las indagaciones, por tanto, va cambiando según varían los acontecimientos, y condicionan por completo la resolución del caso e incluso la amistad de Harper y Graves. La inteligencia del tratamiento y el refinamiento visual en la exposición (creativos movimientos de cámara -la secuencia en el interior del local llamado The Corner-, ingenioso uso de los espacios -el despacho de Albert, a primera vista angosto y recargado y finalmente mostrado enorme y acogedor) se complementa con una magnífica fotografía colorista de Conrad Hall y una puesta en escena que sigue los tópicos del género e incorpora otros nuevos propios de la era neo-noir de los sesenta (la California de los hippies y de las sectas, de la música moderna, de la gente del cine olvidada tras el cambio en la gestión de los estudios, de los negocios inmobiliarios y del tráfico ilegal de inmigrantes…). Pero es sobre todo Harper, un Paul Newman en estado de gracia, el verdadero aliciente de una historia que vive y late por su rostro, sus diálogos y su deambular entre potenciales secuestradores y encubiertos asesinos. Menos afortunado, eso sí, aunque todavía estimable, en la segunda película en la que se enfundó el traje de Harper, Con el agua al cuello (The Drowning Pool, Stuart Rosenberg, 1975). La definición del personaje, magistral en su presentación, es sin embargo por entero un recital de Newman: la secuencia de los créditos, con Harper levantándose de la cama, preparando el desayuno y acicalándose para salir mientras suena la música de Johnny Mandell presenta un personaje de múltiples dimensiones, un sueño de celuloide casi humano.

Excelentemente secundado por un reparto amplio y adecuado, Harper contribuye decisivamente a la resurrección de un género que vivió una época dorada en los cuarenta y los cincuenta; que, como otros géneros clásicos, goza de una mala salud de hierro y de una vida intermitente, pero que cuando vuelve y está bien hecho raramente falla.