Esperar infinitamente que el otro cambie, que se adecúe a nuestras expectativas, que se convierta en quien no es, no es cuestión de paciencia, sino de milagro.
Puedes desesperar con infinita paciencia o o dejar de esperar con bendita impaciencia. La primera es tortuosa aunque se disfrace de esperanza y buen hacer, la segunda puede ser liberadora aunque se esconda en la culpa.
La paciencia no es virtud cuando implica inmovilismo o sufrimiento innecesario. Aguantar una situación insostenible no es paciencia, sino pasividad irresponsable, un sacrificio inútil que impide vivir con dignidad.
A menudo, detrás de la mal entendida “paciencia de santo”, se esconde el miedo a vivir de forma libre y responsable, escudándose en una bondad que no es tal sino cobardía resignada.
Toleramos mal hacer bien si el precio a pagar es amargo.
“Mal negocio”, dijo la buena vida.