No hacer daño.El juramento hipocrático ha adoptado muchas formas distintas desde que se escribió, a finales del siglo V antes de Cristo. En algunas versiones se ha adaptado para que incluya que hasta los que no cuentan con un céntimo tienen derecho a un buen tratamiento médico, se ha modernizado para advertir de los peligros de un tratamiento excesivo y se ha ampliado para abordar la cuestión de que es mejor prevenir que curar. Pero en el núcleo sigue estando la solemne admonición que dirige Hipócrates, el padre griego de la medicina occidental, a todo médico: trabajar de forma altruista y con discreción por el bienestar del paciente. En la versión que yo escuché cuando mi hija se graduó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Emory, en Atlanta, la idea central a la hora de recitar el juramento se expresó así: “Entre en la casa que entre, lo haré en beneficio de los enfermos y me abstendré de cualquier acto voluntario de maldad y corrupción”. Y todo lo que escuche en esta actividad profesional “no lo divulgaré, puesto que considero que debe mantenerse en secreto”. Al escuchar estas palabras sentíuna gran satisfacción, ya que independientemente de los cambios que puedan producirse a lo largo de 2 mil 500 años, algunos preceptos éticos se mantienen intactos. Me alegró que me recordaran algo que también es aplicable al periodismo: aunque la tecnología se transforme, el ser humano no deja de ser el centro de la historia. Los médicos, o al menos los mejores, no curan enfermedades; cuidan de la gente. Tienen que mirar, escuchar, sentir e intuir. El diagnóstico, o diferenciación, no consiste solo en hacer pruebas. Es una ardua búsqueda del entendimiento en la que los ojos pueden proporcionar la información que la sangre no puede ofrecer. Un médico me dijo una vez que las primeras dos preguntas que se hace cuando está frente a un paciente son: ¿está enfermo? y ¿me está diciendo la verdad? No tiene mesa en su despacho porque quiere poder observar el lenguaje corporal del paciente. Naturalmente, esa crucial cuestión —la sinceridad de una persona— no se puede resolver por teléfono ni por Internet. La tecnología es un arma de doble filo: puede proporcionar tanta información que llega a ocultar la verdad. Es un problema en la medicina, pero también de la vida moderna, en la que nos ahogamos en el barullo y la distracción. En mi profesión, el ser humano en torno al cual giran todas las historias se pierde ahora demasiado a menudo. La tecnología ha hecho que la vida sea más fácil que cuando yo enviaba los artículos por télex desde el hotel Commodore de Beirut a principios de los años ochenta. Twitter es un caleidoscopio increíble de las observaciones instantáneas del mundo, el espíritu de la época destilado. Pero la tecnología también incrementa la tentación de no moverse: la información está a solo un clic de distancia. El daño queda hecho a medida que la equidad desaparece de un periodismo que es más parloteo y clamor que la búsqueda de la verdad. El periodismo debe ser un reconocimiento médico: estar ahí y escuchar a través de los silencios. El año pasado mi hija fue a un pueblo de Georgia para mirar y escuchar. Estaba con varios profesionales que se habían ofrecido como voluntarios para dar asistencia sanitaria gratuita a los inmigrantes que trabajaban en los campos de maíz. Frente a ella se sentó un joven que, como me escribió después, “ejemplificaba a la perfección la borrosa zona entre la infancia y la edad adulta”. Ese hombre, que tendría unos 16 años, empezó a hablarle de su corazón. A veces se aceleraba. Lo notaba en los oídos. Tras un reconocimiento no vio nada fuera de lo normal, excepto que, “cuando palpé el corazón, noté que latía a toda velocidad contra la caja torácica”. Mi hija le pasó el diagnóstico a un médico: podía ser arritmia, su fisiología natural, hipertiroidismo, anemia o un ataque de ansiedad. Un electrocardiograma reveló algunas complicaciones: desviación del eje derecho, hipertrofia del ventrículo derecho y algunas ondas T con picos. Nadie sabía a ciencia cierta qué conclusión sacar. “Así que mi paciente se quedó sentado, rodeado de mosquitos, mientras unos médicos que hablaban un idioma que no entendía estudiaban minuciosamente una serie de picos y líneas que ni él ni ellos entendían”. El médico residente optó por ser directo: “Un día que estés trabajando en el campo se te podría parar el corazón”. El rostro del joven palideció. Mi hija se quedó con un atroz dilema moral que expresaba de esta manera: “Si hubiera sido un chico estadounidense trabajando en la piscina en verano que estuviera jugando al fútbol y al que estuviera viendo por la misma razón, ¿le quitaría importancia al riesgo? Probablemente no, le mandaría al cardiólogo sin pensármelo dos veces”. Pero este era un caso totalmente distinto. “Lo primero que nos enseñan es a no hacer daño. Pero eso no es tan fácil. Creo que a este paciente el electrocardiograma le hizo más daño que bien”. No hacer daño. No es el final. Es el comienzo: un principio que hay que salvaguardar en la búsqueda sagrada de la verdad.The New York Times, edicion español