Una de las series televisivas más celebradas de los últimos lustros es Los Tudor, coproducción entre Canadá, Estados Unidos e Irlanda que durante 38 capítulos distribuidos en 4 temporadas se ocupaba de presentar la azarosa vida matrimonial y sexual del rey Enrique VIII de Inglaterra y de su Corte de ambiciosos, embusteros y traidores subalternos, encadenando estos avatares personales colectivos a los acontecimientos históricos de la época, en especial en cuanto a las relaciones del monarca inglés con Francia, España o el Papado y al nacimiento de la iglesia anglicana. Celebrada por la crítica y con el beneplácito del público, los tres problemas de la serie radican en sus excesivamente anodinos modos televisivos, su parquedad y modestia en el uso de exteriores y su actor protagonista, Jonathan Rhys Meyers, que incorpora a un rey de atlética estética metrosexual que poco o nada tiene que ver con la oronda apariencia y la educación renacentista del auténtico Enrique, que ha pasado a la historia gracias al retrato de Holbein el Joven.
La serie, además, no cuenta nada que no se haya contado ya antes y mejor, por más que introduzca el elemento explícitamente erótico que las otras versiones ningunearon por evidentes motivos censores y por una mayor preocupación por los asuntos puramente dramáticos y cinematográficos. Robert Shaw en Un hombre para la eternidad (A man for all seasons, Fred Zinnemann, 1966) o Richard Burton en Ana de los mil días (Anne of the Thousand Days, Charles Jarrott, 1969) ya habían interpretado con anterioridad al rey inglés en historias que relataban su relación a tres bandas con Catalina de Aragón y Ana Bolena, episodio, de entre todos los abundantes lances de cama del monarca, que ha sido tradicionalmente el más explotado cinematográficamente, como en la reciente -e inspirada asimismo en otra serie de televisión- Las hermanas Bolena (The other Boleyn girl, Justin Chadwick, 2008). Quedándonos con los filmes de Zinnemann y Jarrott como referencia, la otra gran versión de la convulsa biografía de dormitorio del monarca la ofreció en 1933 el húngaro afincado en Inglaterra Alexander Korda (junto a su hermano Zoltan auténtico protagonista de la consolidación del cine sonoro en el Reino Unido gracias a su cine historicista), y se tituló La vida privada de Enrique VIII.
Protagonizada por Charles Laughton, sencillamente genial en su composición de rey campechano (todos lo son, ¿no? O eso dicen…), glotón, de modales toscos y tabernarios, chisposo, agudo y fácil de contentar e irritar, como un niño pequeño que al menos consigue -aunque no siempre- no cagarse encima (todos lo son, ¿no? Aunque eso no lo dicen…), la película presenta durante sus breves 87 minutos algunos momentos selectos de la agitada vida “sentimental”-sexual de Enrique VIII. Sorprendentemente, como anuncia el mensaje introductorio leído por una voz en off, Korda elude abordar la cuestión del divorcio de Enrique y Catalina de Aragón (despacha este tema con un “una historia sin mucho interés), la aparición de la iglesia anglicana o el asesinato de Estado sufrido por Thomas Moore, así como las maniobras de la familia Bolena (padre, tío y ambas hermanas) por, a través del sexo, medrar y manipular la voluntad del rey a fin de llenarse los bolsillos con la política interior y exterior del reino. La historia de verdad comienza el mismo día que Ana Bolena (Merle Oberon) va a ser decapitada, justo cuando Enrique va a contraer matrimonio, por tercera vez, con Jane Seymour (Wendy Barrie), el que se supone que fue su único casorio por amor. Y muy desgraciado, porque ella murió a los pocos meses al dar a luz al heredero al trono, también fallecido a edad temprana. Ello lleva al rey a concertar su cuarto matrimonio con Ana de Cleves (Elsa Lanchester), la más fea de sus esposas y de la que también se divorció, de mutuo acuerdo en esta ocasión, en cuanto pudo, para contraer quinto matrimonio con Catalina Howard (Binnie Barnes), capítulo central de la trama de la película, aderezado con los celos y la pasión oculta de Thomas Culpeper (Robert Donat), finalmente amante de una reina demasiado joven para un rey borrachín, cebón y grasiento. El epílogo matrimonial, el sexto, será el de ya un anciano rey con Catalina Parr (Everley Gregg).
La película oscila durante todo su metraje entre la comedia y el drama, con tintes románticos y sentimentales, constantemente alejada de los avatares políticos o bélicos del momento. Rodada en los estudios Elstree, concentrada casi en su totalidad en interiores recreados en los suntuosos decorados propios de las producciones Korda y la London Films, son las distintas personalidades de las mujeres involucradas en la vida del rey las que van marcando el tono narrativo de cada episodio biográfico-marital de Enrique. Alejado un tanto de su personalidad histórica (un hombre del Renacimiento, amante de las artes, de la música, de la literatura -escritor, de hecho-, admirador del emperador Carlos I de España y V de Alemania), Laughton interpreta a un rey bonachón, botarate y algo patán (todos lo son, ¿no? Bueno, igual no -dicho sea por si los jueces españoles, tan amantes de limitar la libertad de expresión utilizando ese supuesto delito llamado “ofensas a la Corona”-), desengañado tras sus dos primeros matrimonios, que descubre por fin el amor en Jane Seymour, su tercera esposa.
Este fragmento, el del amor del rey y el nacimiento de su primer hijo (que, aparte de como bebé en un simpático episodio entre el rey y la que fue su propia niñera, ya no vuelve a aparecer en la historia; ni siquiera se recoge su muerte temprana), tratado con sensibilidad dramática y toques románticos, da paso a los instantes más divertidos, el matrimonio concertado a distancia con Ana de Cleves, de la que el rey abomina en cuanto la ve (encaprichado ya, dicho sea de paso, de Catalina Howard, que, para él, es más potable). Elsa Lanchester (esposa de Laughton) interpreta a una duquesa que, llevando a Inglaterra a su propio amante, del que no piensa separarse, deliberadamente aumenta su fealdad y estropea su conducta y sus modales para conseguir el rechazo fulminante del rey, que se materializa en una deliciosa escena en la alcoba durante la noche de bodas, en la que el monarca, deseoso se divorciarse instantáneamente de su nueva esposa, concede una tras otra sus peticiones (todas económicas) a fin de que ésta acceda a una separación vertiginosa. Sin embargo, ambos, en esencia iguales en personalidad e intereses, sintonizan tan bien, que nace una amistad y una complicidad que se mantendrán toda la vida (de hecho, Ana de Cleves le presenta a Enrique a su sexta esposa, e intermedia para cerrar el negocio). Son los momentos más vibrantemente cómicos, construidos sobre la fantástica química de la pareja y, especialmente, en el buen hacer de Laughton, que dota aquí al rey de un aire travieso y pícaro, adolescente, casi infantil, pese a seguir luciendo sus barbas y sus caros trajes.
El contraste llega con la fase central de la historia, el matrimonio con Catalina Howard que, de inocente dama de la Corte, enamoriscada de Culpeper, soñadora y bondadosa pasa a ser una cortesana calculadora y frívola que ansía tener al rey por mera ansia de ascenso y triunfo personal a costa incluso de su auténtico amor. Con todo, la diferencia de edad y de aspecto entre ambos facilita a la reina la vuelta a los brazos de su ahora amante, y desencadena un drama que Korda se quita de encima de manera un tanto ligera y facilona, sin profundidad y sin explorar hasta las últimas consecuencias sus posibles derivaciones dramáticas. Un Enrique asqueado de la vida de pareja pero anhelante de un verdadero amor y de una vida hogareña y familiar tranquila se deja convencer de nuevo, esta vez por Ana de Cleves, para casarse otra vez y para que la película recupere el tono de comedia gracias al carácter mandón y metomentodo de Catalina Parr, casi casi una esposa profesional, controladora y quisquillosa.
La película, una gran producción historicista de los hermanos Korda, filmada con elegancia y suntuosidad formales típicas de sus grandes películas de los años 30, destaca principalmente por la interpretación de Charles Laughton, ganador del Oscar al mejor actor en 1934, que, aparte de la extraordinaria labor de maquillaje, peluquería y vestuario, que lo trasplantan directamente a la efigie más conocida e iconográficamente más representativa de Enrique VIII, se mueve como pez en el agua con un personaje al que constantemente consigue dotar de notas características diversas, opuestas, contradictorias, pero que se luce especialmente en los momentos más cómicos y distendidos, con su cuarta esposa, con su niñera o con el barbero, objeto casi permanente de sus explosivos enfados a la vista de las habladurías que éste le va comentando mientras procede a afeitarle. El sarcasmo y la ironía propios del humor británico están igualmente presentes en las conversaciones que el rey mantiene tanto con sus esposas como son sus subordinados en la Corte, regalando frases memorables y comentarios ácidos plenamente disfrutables que contribuyen al mantenimiento del tono ligero, agradable y sencillo que conserva a lo largo de toda su breve duración este más que apreciable filme, un tanto blanco, huidizo de sordideces y de sombrías catacumbas políticas, pero estimable en lo que al reflejo de la biografía amorosa de un personaje simpaticón se refiere. El buen hacer de Laughton motivó que George Sidney le pidiera repetir personaje en su película sobre Isabel I de Inglaterra titulada La reina virgen (Young Bess, 1953).