Lo indie, aplicado a la música, empezó designando aquella música financiada por productoras independientes (emergentes diríamos hoy) que se definían por mera oposición a la que hacían las multinacionales, las mismas que dominan el mercado desde mediados del siglo XX. Con el tiempo, la etiqueta se diluyó en infinidad de subgéneros (indie pop, indie rock, post-punk...) al que incluso se le añadieron gentilicios (britpop). Aun así, la etiqueta mantuvo ciertas señas de identidad extraídas directamente de la composición de los grupos que iban triunfando (juventud, amateurismo, sonido característico, letras divertidas, irónicas y culturetas, cantante femenina, encantadora a su manera, lánguida, soñadora y de voz sensual y/o intensa). En corto y claro: el término podía designar lo que conviniera en cualquier momento.
El término se gestó en la década de los 80 de forma simultánea en varios países --Australia, Reino Unido, EE UU, España..., aportando cada cual rasgos de su momento social y político-- con una música que evolucionaba sin tapujos a partir del pop de los sesenta, setenta y del new wave. El fenómeno estalló en pleno tránsito de la Generación X a la Y (en España de lo ochentero a lo noventero), lo que contribuyó a que el movimiento se asociara a la música de los nuevos grupos que, entre otras cosas, buscaban diferenciarse desesperadamente de la que hacían los grupos viejunos consagrados y superventas y que --según ellos-- estaban esclerotizados o directamente acabados.
Lo indie es en la actualidad un término gastado y casi vacío de contenido que sólo --con acento-- usamos los viejunos para hablar de la música de nuestra época (nadie que se identifique con él tiene menos de cuarenta años). Para los menores de cuarenta es básicamente un branding que nada tiene que ver con todo lo anterior, una simple estrategia para vender música y lo que sea a los más jóvenes. En este tópico comercial apenas quedan cuatro rasgos de la denominación de origen: grupos desconocidos que tocaban un pop rockerillo repleto de batería y guitarreo y que hablaban de inadaptación y romances a la contra que evitan los lugares comunes, cute moments cuidadosamente diseñados para llegar al mismo lugar de siempre pero dando un inmenso rodeo... Este espíritu indie está hoy completamente embebido en los productos más comerciales de las multinacionales y ya nada tiene que ver con hallazgos musicales o con la rebeldía; y aun así sigue demostrando su vigencia y su éxito dos décadas después de su defunción en canciones, películas, autores, series, intérpretes... siempre dirigidos a los hijos de los milenials. Seguramente porque lo indie se ha convertido definitivamente en la expresión sociológica más depurada de esa negativa de los cuarentones y cincuentones que se resisten a convertirse en adultos que renuncian a sus sueños, deseos y amores de adolescencia.
Los centenials (aka Generación Z) han crecido con una música y un cine que eran una mutación letal de lo indie, un transgénico que dentro de poco será declarado ilegal y que resulta indistinguible de cualquier producto de consumo mainstream. Y a sus padres les ha encantado que así sea porque creían que hablaba de su tiempo pero con ligeros cambios y eso podía servirles de vínculo con sus hijos. Sin embargo, apenas rebasada la veintena, esos jovencitos encontraron --como debe ser-- nuevos estilos e identidades incomprensibles para sus mayores, arrinconando en el desván todas esas músicas, series, libros y películas irreales, a la espera de ser rescatadas --igual que los juguetes de la saga Toy story-- cuando cumplan los cuarenta y tengan descendencia. El ciclo se repite sin apenas cambios (como no podía ser de otra manera) para asombro de mi generación, arrogantemente convencida de que iba a ser la primera en asumir y admirar todos los movimientos culturales, cambios tecnológicos e ideológicos con los que se toparía en su vida. En algo sí hemos sido únicos: en autoconvencernos de semejante ingenuidad.
(continuará)