Cuando se condenaba el matrimonio por amor.

Publicado el 02 marzo 2019 por Mj Sol

La idea que hoy tenemos del matrimonio por amor es algo moderno, aunque, como comentábamos en otra ocasión, siempre hayan existido parejas que se casaban por amor. Pero lo normal es que no fuera así porque todos los matrimonios eran por conveniencia, eran una transacción económica, un pacto entre familias, un contrato que había que firmar (y sigue firmándose actualmente). Todos los matrimonios, incluso los de los pobres, eran de conveniencia, y casarse por amor podía acarrear la pena de muerte.
A nadie se le escapa que durante toda la historia las familias nobles han pactado matrimonios entre sus hijos para afianzar una alianza, unir territorios, agrandar fortunas, conseguir títulos nobiliarios, alcanzar el poder, zanjar disputas o firmar una paz. Había muchos motivos para casar a las parejas y ninguno era el amor. Prometidos incluso desde su más tierna infancia, a veces con un familiar, a veces con un desconocido, algunos de los retratos que hay colgados en los museos europeos no son otra cosa que la “foto” de la época para que el príncipe o la princesa conociera a la persona con la que se iba a desposar. Si ya desde la antigüedad un general que conquistaba un territorio se casaba con la hija del rey para conseguir la legitimidad en el trono, la alianza con la familia de la novia, la perpetuación del linaje y la fidelidad (o conformismo) del pueblo y daba buen resultado ¿por qué iba a dejar de hacerse a lo largo de los siglos? Recordemos a los Reyes Católicos: los matrimonios de todos sus hijos fueron alianzas estratégicas muy bien estudiadas (sí, también el de Juana, aunque acabara perdidamente enamorada de su marido Felipe, el Hermoso). Parece que una de las pocas reinas que defendió el derecho de sus hijos a casarse por amor fue Isabel de Baviera, Sissi, pero ya estamos hablando del siglo XIX.

Isabel y Fernando, los Reyes Católicos.


El asunto era muy parecido en todos los estamentos sociales. Aunque fueran pobres, los padres también acordaban los matrimonios de sus hijos: para unir dos pequeñas parcelas de tierra, para afianzar la amistad entre familias, para tener más manos para trabajar, para no dejar desamparada a una de las partes o, simplemente, para tener una boca menos que alimentar. Cada familia tenía sus propias razones.

Lo normal era casarse a edades tempranas, sobre todo para la mujer, la diferencia de edad no importaba en caso de que fuera el hombre el mayor. La justificación para casar a las mujeres jóvenes no solo era la reproductiva (principal y casi único papel reservado a todas las casadas), sino también la creencia de que si se esperaba más tiempo la muchacha acabaría enamorándose de alguien y pondría repararos en casarse con el pretendiente elegido por la familia. Se daba por hecho que obedecería y contraería matrimonio con quien se le ordenase, pero se temía que nunca llegara a quererlo. El amor no era el motivo por el que se casaba una pareja pero, como siempre se ha dicho que el roce hace el cariño, se esperaba que la pareja llegara a quererse con el paso del tiempo. Pero, ¿qué ocurría si dos jóvenes se enamoraban y deseaban casarse? El muchacho se lo comunicaba a su familia y luego iba a hablar con el padre de la novia. Si las dos familias estaban conformes y veían que ese matrimonio era conveniente, se les permitía contraer matrimonio. Todos felices. Pero si una de las familias (o las dos) no aprobaba esa unión, la pareja tenía prohibido casarse y se les separaba. Lo terrible venía cuando los enamorados decidían desobedecer a sus mayores. En la Edad Media las parejas lo tenía fácil para casarse, ni siquiera necesitaban una iglesia (de hecho, no se contraía matrimonio dentro de la iglesia, sino en la puerta y se entraba en ella ya como marido y mujer) y tampoco necesitaban sacerdote. Para considerarse casados bastaba expresar sus votos matrimoniales delante de algún testigo y posteriormente, en la intimidad, consumar el matrimonio. En el caso de que obraran de esta forma contraviniendo los deseos de sus respectivas familias solo les quedaba dos opciones: el destierro o la muerte. La pareja tenía que huir de la ciudad y no volver jamás porque pesaba ya sobre ellos la pena de muerte que se ejecutaría si regresaban.