Cuando también el Arte desaparecerá, poco a poco, como aquel que fenece bajo la sombría historia.

Por Artepoesia

A mediados del siglo XV el Renacimiento habría llevado al arte de construir palacios maravillosas nuevas formas con la revolucionaria arquitectura de Florencia. Plantas rectangulares, definidas, pequeños arcos de ventanas ahora decorados bellamente, paredes macizas, casi rústicas, pero con curiosos sillares almohadillados, algo muy costoso de hacer ya por entonces. Y así fue como el ducado de Medinaceli construiría, en su villa guadalajareña de Cogolludo, su hermoso Palacio renacentista. Una fachada extraordinaria se elevaría ahora por entre las rudas laderas castellanas, y levantada además según los principios más clásicos y armoniosos ya de entonces. Según éstos, la belleza arquitectónica debía disponer de un cierto orden y de una cierta unión dentro del organismo del que forman parte, conforme a una definida delimitación y a una colocación de todo de acuerdo con un número determinado de cosas, tal y como lo exigiere la armonía, esto es, la ley perfecta y principal de la naturaleza.
Y, de esta forma tan exacta, la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo se dividirá ahora en dos partes iguales desde el mismo centro de la misma. A cada lado de ese centro se situarán tres ventanales geminados -divididos-, propios del gótico final, pero con el escudo familiar además inscrito ya entre sus tímpanos. Estas ventanas, divididas con su pequeña columna de mármol, estarán diseñadas así con unos pequeños arcos trilobulados, decoradas todavía con sus típicos elementos góticos vegetales, las cardinas; pero además con su grandioso relieve decorado superior, formando así toda la ventana ya un gran arco conopial que enlazará bellamente ahora con el florón final que las apunta. Y todo este estilo mostrará ya aquí aún las trazas de un gótico agonizante frente al florecimiento esplendoroso del resto del conjunto, más propio ahora del triunfante, armonioso y espectacular Renacimiento.
El Palacio se construiría justo cuando el reino castellano habría alcanzado su máximo esplendor, a finales de 1492. Luis de la Cerda (1442-1501) fue el V conde de Medinaceli, título que le sería otorgado a uno de sus antepasados en 1368, un noble francés que se uniría en matrimonio con una descendiente de un malogrado infante de Castilla -Fernando, primogénito fallecido del rey castellano Alfonso X-. Un día, cuando el rey Enrique IV de Castilla deseara ya reconocer como heredera a su hija Juana -frente a su hermana Isabel,  futura reina Católica-, este conde, demostrando gran valor, se negaría a reconocerla por las dudas sobre su legitimidad. Ante este gesto decidido, la reina Isabel le otorgaría luego el ducado de Medinaceli, siendo así el primero de su familia que lo ostentara. Fue él quién quiso construir tan maravilloso edificio clásico, siguiendo ahora las nuevas edificaciones que el Renacimiento habría inspirado ya en Italia.
Sería el duque nieto además del marqués de Santillana -un cultivado poeta aristócrata castellano, muy enamorado de la cultura y el arte clásico-, descendiente de la familia de los Mendoza, por lo que el duque era sobrino del famoso gran cardenal Mendoza. Esta familia, los Mendoza, fueron los primeros que importaron a España el gusto artístico renacentista, muy abundante entre sus grandes casas y palacios nobiliarios. El estilo del edificio, finalmente construido en Cogolludo -en la actual provincia de Guadalajara-, fue basado ya en un diseño de la arquitectura renacentista florentina. Palacios de los que ya existían en Florencia, con las extraordinarias fachadas de sus sillares almohadillados, con el gran patio interior principal, con sus galerías ajardinadas además de un jardín elevado, con el patio anexo para los servicios palaciegos, con las caballerizas, con la capilla, y las dependencias propias del Palacio. Tan maravilloso alojamiento suntuario era ya entonces, que el propio duque acabaría por residir en él todos sus últimos años.
Cuentan las crónicas antiguas que en 1502 los príncipes de Castilla y Aragón, Juana y Felipe de Habsburgo, visitaron Guadalajara en su primer viaje antes de llegar a la corte desde Flandes. En los palacios renacentistas de la familia Mendoza -duques del Infantado- estuvieron alojados los príncipes varias noches. Pero, entonces, quisieron ahora visitar el Palacio de Cogolludo, del cual habrían oído hablar mucho de sus extraordinarias y maravillosas bellezas. De una de aquellas crónicas de entonces, el propio chambelán flamenco del archiduque Felipe escribiría del Palacio: Vale siete veces cualquiera de los nuestros; es el más rico alojamiento que hay en España. Así de impresionante sería ya la maravillosa visión de aquella hermosa y proporcionada fachada, de sus patios, de sus galerías ajardinadas, de sus ricos ornamentos interiores, y todo ello, además, labrado y decorado muy tradicionalmente. Porque toda aquella decoración del edificio fue de estilo renacentista, pero también del gótico y del mudéjar, toda ella -decían las crónicas- superaba ya con mucho cualquier otra construcción flamenca, o castellana, construida por entonces.
Y, sin embargo, toda esta maravilla del arte renacentista castellano acabaría ya a principios del siglo XVIII. De toda aquella exquisita magnificencia decorativa, de sus artesonados, azulejería, yeserías y grandeza, sólo quedarían con el tiempo la estructura de su exquisita fachada y acaso muy poco más. El resto, moriría; acabaría junto a toda esa misma grandeza de aquella historia gloriosa que alguna vez se tendría. El último miembro de la familia de la Cerda que llevaría el ducado sería don Luis Francisco de la Cerda y Aragón (1660-1711), IX duque de Medinaceli. Con él finalizaría también la misma gloria del Palacio. Fueron los años de la decadencia española de finales del siglo XVII, cuando ahora la descendencia maldita de sus reyes acabaría ya por hacer estallar el reino frente a las deseosas ambiciones de otros poderes europeos. Al morir sin descendencia el rey Carlos II, el reino no pudo más que hacer uso ahora de un real testamento, el cual otorgaba la sucesión al más poderoso reino europeo de entonces, a Francia.
Con esta decisión se precipitaría además una guerra, una dolorosa escisión ya del reino, pérdidas territoriales y la decadencia más absoluta. Así entraría España en su postrer enfisema. Muchos nobles apoyarían la decisión real, y aceptaron a regañadientes la influencia francesa. Pero aunque Luis Francisco aceptase inicialmente al joven Felipe de Anjou -Felipe V de España-, luego opinaría sin reservas que la excesiva influencia francesa de la corte no sería muy buena para el reino. El caso fue que, como su valeroso antepasado, no rehusó dar su opinión en unos graves hechos ocurridos -los intereses de Francia en Flandes-, ni ocultarla. Así que el rey Felipe lo mandaría encarcelar por traición en el Alcazar de Segovia en 1710, falleciendo en el Castillo de Pamplona al año siguiente. De sus dos hijos tenidos en sus matrimonios, ambos fallecerían mucho antes que él. Así que el ducado entonces pasaría a uno de sus sobrinos, el cual nunca quiso residir en un palacio tan antiguo, alejado y decandente. Con su abandono de Cogolludo la población guadalajareña entraría así, también, en una completa decadencia, esa misma que su reino habría ya comenzado a padecer.
Y sería en 1684 cuando el pintor flamenco del Barroco, Jacob-Ferdinand Voet (1639-1689), pintaría al joven IX duque de Medinaceli en un retrato de salón. En esta extraordinaria -y premonitoria- obra se vislumbrará ya la atmósfera decadente que el propio autor flamenco insinuará. Al ser un pintor foráneo, no se puede evitar pensar la suspicacia y brillantez que anticipó tener ya aquí el creador ante su personaje retratado. En esos años se comenzaría a identificar a España mucho más con su gloria pasada que con su incierto próspero porvenir. Y en este retrato subyacerá ya, veladamente, esta muy sutil ahora sensación, una sensación que, por entonces, solo los extranjeros -en este caso artistas como Voet- podrían si acaso percibir, comprender, o algo insinuar.
Y pintará Voet una estancia aquí más desolada, declinante, hasta con una columna en el fondo un poco más oscurecida, tenebrosamente incluso, donde parte de ella estará adornada con un lienzo rojo, encarnado, simbolizando con ello un estremecido, sangriento y desalentado porvenir. Y con la visión parcial de un balcón del todo abierto, desnudo, sin brillo, mostrando tras él un mar muy reducido, con unos cuantos buques, pocos, deslucidos, casi nada enarbolados, algo escorados incluso, reflejando ya en ese encuadre vagamente la por entonces cruda realidad de un poder disminuido. Y la imagen sobre la mesa de un solitario casco emplumado de armadura, todo un símbolo deslavazado del poder que fue, de lo que sólo fue ya y dejaría de ser entonces. Y el semblante hosco, entristecido, de un retratado inseguro, indolente o sorprendido; con una apostura sin fuerza, desposeída ahora de la gracia y la finura de un esplendor ya perdido. Y con su vestimenta ridícula, desproporcionada, decadente, muy poco a la moda, menos avanzada o menos floreciente.
(Óleo barroco del pintor flamenco Jacob Ferdinand Voet, Retrato de Luis Francisco de la Cerda, Museo del Prado; Fotografía de mediados del siglo XIX realizada por el francés Jean Laurent, Palacio de Cogolludo, ahora como Fonda o Posada; Imagen fotográfica actual de la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo, Cogolludo, Guadalajara; Palacio renacentista Medici Riccardi, siglo XV, Florencia; Palacio renancentista Strozzi, siglo XV-XVI, Florencia.)