Aquí en El Tiramilla nos ocupamos sobre todo de la literatura juvenil, que se define por estar pensada para que la lean jóvenes de entre 12 y 18 años de edad. A bote pronto, esa es la definición que mejor funciona y con la que salimos del paso los que habitamos este mundillo. Cuando uno empieza a escarbar, sin embargo, comienza a preguntarse cosas. ¿Cuál es la línea que separa la “literatura juvenil” de la “literatura para adultos”? En la práctica el debate es estéril porque ya existen editoriales y
Seguramente tengas dos dedos de frente y sepas que no, que cumplir los dieciocho años no te convierte en adulto. Has visto comportarse como adolescentes a personas que rozan la treintena, no hace falta que te lo expliquen con manzanas. Pero, entonces, ¿cuál es el Momento? ¿Al salir de la universidad? No, me temo que tocar el diploma de licenciado no te va a conferir todo el conocimiento sobre la vida que necesitarás. ¿Al conseguir un trabajo? Escucha a tus padres hablar de sus compañeros cuando hablan de sus propios trabajos. ¿Tener un hijo? Cualquier pareja de idiotas con órganos reproductivos funcionales puede hacer eso; ni siquiera necesitas licencia ni permisos, ¿o crees que tus padres los necesitaron para tenerte a ti? Me temo que tus padres, a los que tomaremos como ejemplo de “adultos”, se limitaron a hacer lo que hacen todos los demás: improvisar. Nadie se tomará la molestia de decirte esto, pero a medida que uno crece se da cuenta de que tiene que aprender todo sobre la marcha porque lo que te enseñaron en el instituto (y la mayoría de lo que te enseñaron en la facultad, si es que fuiste) no vale para nada, en el sentido práctico de la palabra.
En la literatura juvenil es habitual encontrarse con mensajes claros, revelaciones y personajes que “aprenden la lección”. Una de las cosas que definen a esta rama de la literatura es que sus personajes a-pren-den. Empiezan siendo niños inmaduros y acaban averiguando la Verdad de la Vida. El problema es que la revelaciones no existen, o al menos no duran lo que se supone que deben durar. Tú también has tenido esos momentos, quizá después de leer un buen libro, en los que te llevabas las manos a la cabeza y exclamabas: “¡por supuesto!, ¡las cosas son así!” Miras hacia atrás y piensas en lo estúpido que eras hace dos años. Lo que pasa es que dentro de dos años harás lo mismo. Y dos años más tarde, lo mismo. Y lo mismo. En realidad, no existe una verdad absoluta. La gente cambia constantemente: es lo que tiene ser adulto. Incluso si te llamas Platón, puedes contar con que habrá mil y un cabroncetes ahí fuera esperando a desmontar todas tus teorías y creencias. ¿Nos apostamos algo?
Te parecerá que esta es una visión muy cínica de las cosas y creerás que soy de los que creen que la literatura juvenil es una tontería. Nada más lejos de la realidad. Hay una cosa que sí que puedes aprender de la LIJ, y de la buena literatura en general, si te fijas en sus personajes. Fíjate bien y verás la línea divisoria que separa al niño del adulto: la capacidad que uno tiene para dejar que los demás dependan de él en lugar de depender uno de los demás. Harry
Ser adulto implica, como ya he dicho, darse cuenta de que no hay verdades absolutas más allá de que todos estiraremos la pata algún día. Pese a todo, espero que tengas en cuenta mis palabras y que las recuerdes la próxima vez que leas una novela, la primera vez que obtengas un trabajo si no lo tienes ya, o cuando te llegue el momento de salir al mundo de los adultos sin la protección de tu familia. Recuerda que se trata de pasar de recibir a dar. Se trata de coger las riendas y de tragarte las lágrimas, de echarle narices y de no tener miedo de lo que pueda ocurrir a pesar de no tener un plan. Se trata de ser como Harry Potter. Él tampoco sabía lo que hacía, pero tenía recursos y era de confianza. Espero que tú hagas lo mismo.