Hace cuatro años ya que empecé este blog y me parece que ha llegado el momento de agradecer a todos los que me han ayudado de una manera u otra:
-A mi padre, por estar convencido de que es el mejor blog del mundo, aunque nunca haya entrado en él.
-A mi madre, por no leerme. Si me leyera, me cortaría tanto que no podría escribir más que de mariposas y flores.
-A JdJ, que fue el que me metió en el mundo de los blogs.
-A Sukopa, por muchas cosas y especialmente por no haberme creído la vez que estaba de bajoneo y le dije que abandonaba el blog.
-Al Barullo, porque escribe bien, es entretenido y es el primer blog que leo todos los días.
-Al loco que escribe “Mi mesa cojea”, porque me hace reír un montón.
-A Óscar el quiosquero, por toda la publicidad que me hace, aunque haga tres años que no se mete en el blog.
-A José de Camboya, por todas las ideas que me da más la foto del cuadro cachondón del fraile y la monja, que tendré que colocar un día en el blog.
-A Berna, que no sé si me lee o no me lee, pero siempre está ahí cuando estoy conflictuado.
-Al Anónimo pro-chino que siempre me da caña con sus comentarios.
-A todos los que entran en el blog e incluso lo leen. Sin vosotros, hace tiempo que lo habría dejado.
Y para completar, traigo una de las primeras entradas del blog. Espero que os guste, pero no tanto que os digáis que después de esa entrada el blog no hizo más que ir cuesta abajo.
Ikkyu Sojun, el monje enamorado
Ikkyu vivió en el siglo XV, un momento en el que zen empezó a pagar el precio de su compromiso con el poder temporal en forma de decadencia espiritual. El propio Ikkyu diría: “En la actualidad la vía del Buda se halla sumida en la mayor confusión; no he encontrado a nadie que estuviese dotado de una visión profunda.” Por suerte, esas palabras no son completamente ciertas. Ikkyu tuvo dos maestros excepcionales, Ken’o y Kaso.
En el zen son habituales las historias de monjes que alcanzan la iluminación en el momento en el que el maestro les da una somanta de palos o incluso cuando les corta el dedo (el que dude de mis palabras puede consultar el koan tercero del “Mumonkan” y ver cómo se las gastaba el maestro Gutei). Por eso es un alivio saber que la iluminación le vino mientras escuchaba a una juglaresa ciega cantar sobre una cortesana que, al perder su posición, se convirtió en monja.
La canción de la juglaresa ciega fue la primera brecha en su armazón conceptual. La gran iluminación le vino al oír el graznido de un cuervo una noche de verano. Ikkyu fue inmediatamente a su maestro y se lo contó. Kaso le respondió: “Joven novicio, has alcanzado el nivel de un arhat, pero no el de un maestro”. Ikkyu replicó: “Entonces me siento perfectamente feliz de ser un arhat y no necesito ser un maestro”. Kaso respondió: “Bien, en ese caso eres realmente un maestro”.
Bueno, no nos demoremos más y vayamos a lo que todos estamos esperando: ¿cómo fue la historia de la chica? En 1470, cuando contaba con setenta y seis años conoció a otra cantante ciega, la Dama Mori y se enamoró de ella. “Enamorarse” suena en estos días tanto a película de Hollywood que el término se queda corto. Fueron cómplices y compañeros espirituales e hicieron el voto de renacer juntos en vidas futuras. Sí, también hubo de lo otro, siempre pensando en lo mismo, ¡so guarros!
Incluso sin Dama Mori de por medio, me habría apetecido escribir sobre Ikkyu, aunque sólo fuera para releer algunos de sus poemas:
Cada noche, la Dama Mori canta para mí.
Bajo el edredón, dos patos mandarines,
conversación íntima siempre renovada.
Hacemos el voto de encontrarnos en el tiempo de Maitreya.
Aquí, en la casa del viejo Buda, todo es primavera.
(La imagen del segundo verso me fascina. Me parece una alusión muy refinada al sexo. ¿O se refiere a que cenaban pato pekinés en la cama?)
¿Qué es esto? ¿Un monje viviendo en el deseo?
Sangre al rojo, apasionado, el yo abandonado.
Cuando una transgresión reanima la pasión
el plano mundano se transmuta en oro.
(Esto tiene un sabor muy tántrico. El yogui tibetano del siglo XVI Drukpa Kunley no habría podido expresarlo mejor).
Bajo los árboles, entre rocas, una rústica choza.
Mano a mano, poemas y sutras.
Podría quemar las páginas que guardo bajo mi hábito,
pero, ¿cómo olvidar las canciones escritas en mi corazón?
Veinte años de rabia y cólera con el corazón consumido
por las pasiones. ¡Pero llegó el momento!
Al oír la risa de un cuervo abandono el polvo y soy un arhat.
Un bello rostro de jade canta a pleno sol.
A modo de testamento:
Tras mi muerte, habrá entre mis discípulos algunos que se dirigirán a los bosques o a las montañas, mientras que otros tal vez beberán sake y visitarán los burdeles, pero aquellos que se dediquen a dar conferencias para ganar dinero y hablen del zen como si fuese “la vía recta”, estarán malversando el Dharma y serán en realidad los enemigos de Ikkyu.
Y finalmente:
Escribir sobre temas profundos
no es más que trazar marcas en un sueño.
Cuando despiertes,
ya no habrá nadie que lea o haga preguntas.
Pues eso. Hago caso a Ikkyu. Me callo.