He tenido la suerte de nacer en una generación que le apasiona viajar y que pone su empeño en hacerlo siempre que puede. He nacido en una generación en la que no hace falta ser multimillonario para poder conocer nuevas culturas, nuevos lugares, nuevos sabores y olores. He nacido en una época en la que la mejor manera de conocerse, tanto a uno mismo como a los que nos envuelven, es viajando.
Gracias a todo ello, he podido experimentar y descubrir lugares desconocidos, aunque no tanto como me gustaría. He podido vivir aventuras que guardaré para siempre en mi memoria, he podido perderme en algunas de las ciudades más bellas de Europa y he podido sentirme como en casa por las calles de una ciudad a miles de kilómetros de mi hogar.
Mi último viaje ha sido a Londres y aún estoy asimilando que he pisado la capital británica. Hace tan solo un par de días que volví de esta aventura en la que me embarcaba junto a cinco personas más. Cinco personas diferentes, que no raras, cinco personas peculiares y a su vez especiales, tan especiales que brillan cada una con luz propia.
Siempre es agradable viajar en compañía, pero cuando la compañía es como esas cinco personas, viajar se convierte en un lujo que no puede pagarse ni con todo el oro del mundo. Además de que hacen que los ratos de espera sean más entretenidos y que descubras cosas que tú solo no hubieras descubierto, en este viaje me han hecho descubrir que aunque sea una persona que llore muy poco, junto a ellos siempre acabo llorando o de risa o de emoción. Y eso me hace pensar en que, por una vez, he conseguido rodearme de gente única, que vale muchísimo.
Debo admitir que no soy una persona fácil de aguantar. Que exijo mucho, y más cuando viajo. Que puedo ser muy insoportable y sensible, que me tomo las cosas demasiado en serio y me enfado con cualquier tontería. Y aunque estoy trabajando para mejorarlo, no puedo evitar mencionar el mérito que han tenido en aguantarme estos cuatro días bajo el estrés que ha supuesto estar en una ciudad extranjera y desconocida. Porque aunque hay veces que los nervios me han superado, al final todo ha acabado bajo control.
Y de este viaje me quedo con ellos y con los pequeños grandes momentos que me han regalado.
Momentos tan bellos como emocionarse al saber que iríamos a ver un gran musical del West End.
Momentos como reír hasta llorar en una pizzería en pleno centro de Londres.
Momentos como el perderse en un museo de arte moderno para observar una obra de un pintor de tu tierra y sentir, al observarla, una dulce nostalgia y un gran orgullo de ser de donde soy.
Momentos en los que saqué la niña que llevaba dentro en una tienda inmensa e interminable llena de chocolate y colores.
Momentos en los que lo pasamos muy mal en una habitación compartida.
Momentos en los que un sándwich, un snack, una bebida y un banco en medio de la calle eran lo único que necesitábamos para reponer fuerzas y que, a pesar del frío del Támesis, no perdimos nuestra esencia.
Momentos como estos y muchos más, que me guardo para mí, que me guardo como uno de mis más preciados tesoros.
Se me hace extraño pensar que hace a penas un año y medio no los conocía. Se me hace muy extraño pensar en cómo nuestros caminos se han cruzado, en como el destino, la vida o las casualidades han hecho que chocáramos entre nosotros.
Pero me alegro. Y estoy infinitamente agradecida a quien pusiera estas cinco personas en mi vida.
Tengo curiosidad por saber qué nos depara el futuro, por saber cuáles serán nuestras próximas aventuras, por ver lo que hay por venir. Pero siempre disfrutando del presente.