Desde mi cómoda distancia, me permití observar la escena con auténtico asombro. Juzgar es fácil. Esforzarse en comprender requiere mucho músculo, materia gris en movimiento. Agotador...
Somos seres fascinantes. Auténticas máquinas al servicio de una lengua insaciable que no se detiene ni para tragar saliva. Hacedores de hipótesis disfrazadas de verdades ¡Pero con qué arte que las manejamos! ¡Qué vehemencia! ¡Qué autoridad! Somos grandes. Me rindo a nuestra capacidad...
¿Qué sabíamos nosotros de aquella pareja? ¿qué información manejábamos sobre su historia? Ninguna, pero eso no impidió que se les juzgara por lo aparente. Y para colmo, cada cual había interpretado lo ocurrido según sus ojos vieron y su cerebro procesó.
Lo gracioso del asunto es que los invitados al espectáculo reprodujimos el mismo patrón que los protagonistas de la escena, embriagados por la necesidad de ser reconocidos públicamente como “tenedores de la razón”. Y es que no nos basta con sentir que la tenemos, necesitamos que nos la reconozcan, y claro, el otro lo hará o no.
¿Y cómo se queda uno cuando le niegan “ese derecho”?
Al rato volví a interesarme por la pareja y los busqué con la mirada. Allí seguían, pero más en cuerpo que en alma. Y es que pelear, cansa. No hay empeño más estéril que forzar al otro a reconocer su error, más aún si el error es nuestro.
Tener o no tener razón, ¿de verdad es ésa la cuestión?