Dar al-Islam lo que es del Islam

Por Peterpank @castguer

La caída definitiva del Imperio romano de Occidente coincide en el tiempo con el ascenso del islamismo. Roma seguiría existiendo después como potencia mundial, pero ya sin las dimensiones y el esplendor de antaño, hasta la caída de Constantinopla por los turcos. Siguiendo la convención histórica, ahí tendría lugar el cambio de Era: desde la Edad Media a la Edad Moderna. Durante ese largo lapso de tiempo, Occidente y Oriente –representados por la civilización judeo-cristiana y por el Islam, respectivamente– pugnaron cruentamente por la hegemonía política, cultural y espiritual de los dominios que ambos abarcaban, y de los que ansiaban abarcar. En ese escenario de «conflicto de civilizaciones», Europa ha representado uno de los principalesespacios en disputa; por lo visto, hasta nuestros días.

Mientras Europa estuvo encerrada en las largas Dark Ages de la Edad Media, fue incapaz de salir de su estado de postración cultural e intelectual, tanto por la parálisis que supuso el dominio sobre ella de la espiritualidad cristiana como por el desconocimiento del legado del pensamiento griego. El gran saber generado en la Grecia clásica sólo pudo ser recuperado merced al esfuerzo traductor y hermenéutico de los filósofos musulmanes («falasifa»), quienes lo trasmitieron a Europa para ser vertido al latín. Esto probaría que el mundo musulmán fue superior espiritualmente al mundo cristiano medieval y colocaría a Occidente ante una gran deuda que pagar al Islam: Europa debería al Islam nada menos que su propia identidad cultural. Semejante acto de aceptación y sumisión convertiría a Occidente en «una especie de heredera o apéndice del mundo musulmán». Así habla el mito medievalista que reinventa la civilización.

Ocurre, en efecto, que esta narración, repetida hasta la saciedad, constituye una leyenda más que un devenir de acontecimientos históricos. Algunos de los datos que Gouguenheim pone sobre la mesa resultan muy clarificadores, y aun demoledores, para la fiabilidad de la visión hagiográfica de un Islam civilizador de Europa. El acceso que, en verdad, tuvieron los falasifa a la herencia griega nunca fue de primera mano, sino a través de traducciones previas del griego al siríaco. Y el motivo es bien sencillo: los sabios musulmanes no dominaban el griego. Incluso Al-Farabi, Avicena y Averroes lo ignoraban. Por lo demás, la lengua árabe, auténtica protagonista en la transmisión del saber clásico, carecía del aparato lingüístico necesario para verter en sentido estricto, y fielmente, el contenido de la sabiduría griega.

Por ejemplo, términos esenciales en la filosofía o el derecho, como «razón» o «persona», no tienen un claro y preciso correspondiente en la lengua árabe: «los conquistadores [árabes] eran guerreros, mercaderes, ganaderos, no sabios o ingenieros. Por eso hubo que inventar un vocabulario científico y técnico.» La misma identificación práctica entre lo árabe y lo musulmán es abusiva. De hecho, bastantes traductores de raza árabe que colaboraron en las tareas divulgadoras eran cristianos de fe. Del mismo modo, mucho de lo atribuido al Islam, provenía, en realidad, de autores sabeos, judíos o persas.

Los sabios musulmanes estaban consagrados, preferentemente, no a la ciencia, sino a la custodia del texto coránico, y no tanto a su comentario crítico. Mucha fama ha trascendido sobre la «Casa de la Sabiduría» (Bayt al-Hikma), presentada como centro musulmán de acogida y faro iluminador de la ciencia universal, cuando gran parte de la misma no es, también, más que leyenda. En realidad, se trataba de la biblioteca privada del sultán Harun al-Rasih y sus allegados directos, y, en última instancia, reservada a expertos en el Corán y la astronomía (tareas complementarias, pues, por ejemplo, necesitaban precisar al máximo el calendario de periodos sagrados como el Ramadán)

«Durante más de tres siglos, entre el VII y el X, por tanto, la “ciencia arabo-musulmana” de Dar al-Islam fue en realidad una ciencia griega por su contenido e inspiración, y siríaca, y después árabe, por su lengua. La conclusión es clara: el Oriente musulmán se lo debe prácticamente todo al Oriente cristiano. Y es esta deuda la que solemos pasar por alto en la actualidad, tanto en el mundo musulmán como en el occidental.»

La línea de continuidad entre la tradición greco-romana y el Occidente medieval cristiano nunca se rompió en Europa. Occidente, por sí mismo, conservó, atesoró y divulgó el legado clásico, permitiendo así, de propia mano, el gran desarrollo científico y cultural que fundó la Modernidad. En los scriptoria de monasterios repartidos por todo el viejo continente se copiaron miles de manuscritos y centenares de códices que han llegado hasta nosotros directamente de traducciones del griego al latín. Los libros circulaban y los eruditos también, hasta el punto de formar una red de escuelas de sabiduría, suficientemente comunicadas entre sí (al menos, lo que aquellos tiempos permitían). Como refiere Gouguenheim, Europa pudo conocer los textos griegos, no porque se los trajesen de fuera, sino porque los buscó y conservó por medio de sus propios sabios y amanuenses.

No fue tampoco Toledo la primera cantera de traductores. Al menos otras dos localizaciones son merecedoras de reconocimiento por su labor pionera y emérita en la traslación de textos: Antioquia y Mont Saint-Michel. A la abadía localizada en el hermoso emplazamiento de Normandía dedica, en particular, el autor de Aristóteles y el Islam un decisivo capítulo que representa un perfecto homenaje al trabajo traductor y copista de unos monjes empeñados en conservar las propias raíces. Entre ellos, destaca por la calidad y extensión de su trabajo, Jacobo de Venecia: «eslabón perdido en la historia del paso de la filosofía aristotélica del mundo griego al mundo latino.»

F.R.G.