De Heine a Auerbach

Por Peterpank @castguer

Puesto porJCP on Oct 9, 2012 in Autores

Heine, discípulo del mayor de los Schlegel en 1819 en la Universiad de Bonn y posteriormente de Hegel en la de Berlín, representa la culminación de la aproximación romántica a la interpretación filosófica del Quijote, pues se puede decir que en él confluye lo esencial de las contribuciones de los románticos e idealistas que le precedieron, pero imprimió a aquélla un giro pesimista. En efecto, si Schelling representa la tendencia a interpretar el Quijote como una apología del idealismo y un libro, a la postre, triunfalista y alentador, Heine representa, en cambio, la tendencia opuesta al interpretarlo como una sátira de todo idealismo y, por tanto, como un libro decadente, pesimista y amargo.

El poeta y ensayista alemán ha sido uno de los más fervorosos entusiastas que ha tenido el libro inmortal, tanto que le llevó a colocar a Cervantes, en su estima, por encima de Shakespeare («Pero Cervantes, más aún que el dulce Shakespeare, ejerce sobre mí un encanto indefinible»), a confesar que el Quijote le gustaba hasta hacerle llorar y a leerlo y releerlo constantemente a lo largo de su vida, una lectura que había iniciado en su lejana infancia, apenas aprendió a leer con cierto aplomo, quedando desde entonces hechizado por la vida y hazañas del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Este contacto permanente con el que se convirtió en su principal libro de cabecera le suscitó una serie de reflexiones que vertió en tres de sus más importantes escritos ensayísticos: La escuela romántica (1835), aunque gran parte del material que recoge se publicó como artículos en revistas sobre la historia literaria de Alemania en 1833; Alemania (1835), una reelaboración de su Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania, fruto, a su vez, de una serie de ensayos sobre la historia intelectual de Alemania publicados a lo largo de 1834; y finalmente su Introducción a Don Quijote (1837), publicado como prólogo a una traducción de este libro al alemán.

Apenas tres décadas después de las meditaciones de Schelling sobre el Quijote, Heine nos propone las suyas en los citados escritos, cuyo idea directriz hermenéutica es que el gran libro es una sátira de todo entusiasmo –«la más grande de las sátiras contra el entusiasmo humano», escribe en su Introducción a don Quijote–, de todo entusiasmo, no meramente del idealismo caballeresco, sino de todo entusiasmo idealista o por una idea, incluido el propio idealismo romántico, que es igualmente zaherido. No se trata de que Cervantes censure sólo las extravagancias o exageraciones de un tipo de idealismo, cual el caballeresco, y que proponga, como han sostenido tantos críticos posteriores, un idealismo caballeresco o idealismo en general depurado, sino que, según el escritor alemán, se trata de un ataque a toda forma de idealismo, de forma que todo empeño por sostener un ideal sería pura vanidad. Tal es la principal lección del inmortal libro y la que le convierte en una obra que atesora una sabiduría superior en comparación con las otras dos obras más descollantes de la literatura moderna, Hamlet y el Fausto, que con el Quijote constituyen, según él, la tríada de las más grandes obras maestras de la modernidad literaria.

En su Alemania (V, cap. 2) afirma que esos tres asombrosos y profundos libros eran el alimento literario favorito de los alemanes de su tiempo y que cada uno de ellos contenía una sabiduría y un mensaje afín o adecuado para cada edad de la vida. Los más jóvenes preferían Hamlet, con cuyo héroe se sentían más identificados. En cambio, a los hombres entrados ya en la madurez les gustaba más el Fausto, por sentirse más identificados con su audaz protagonista, un indagador que, con tal de lograr sus metas elevadas, no teme hacer un pacto con el diablo. Ahora bien, los hombres maduros que buscaban una superior sabiduría, la de aquellos que han llegado a darse cuenta de que la lucha por el ideal está condenada al fracaso, entre los que se cuenta el propio Heine, se inclinaban por el Quijote: «Pero aquellos que han reconocido que todo es vanidad, que todos los esfuerzos del hombre son vanos, prefieren la novela de Cervantes; ven en ella una burla de todo entusiasmo, y todos nuestros caballeros actuales que combaten por una idea son para ellos otros tantos Quijotes» (Alemania, UNAM, México 1960, pág. 180). Resuena aquí el eco de las reflexiones de Byron expuestas apenas unos diez años antes en 1821 en su Don Juan (Canto XIII, estrofas 8ª-11ª), sin duda bien conocidas por Heine, donde el poeta romántico inglés precedió al poeta alemán en la concepción del Quijote como una sátira del idealismo, encarnado en el ideario caballeresco, y por ende como un libro derrotista y angustioso cuya moraleja última, revelada a través de la historia de don Quijote («Es la más triste de todas las historias»), se condensa en la enseñanza, según declara en la octava estrofa, de la vanidad de todo esfuerzo por el ideal.

Heine no niega que Cervantes se propuso escribir una sátira contra los libros de caballerías con el fin de arruinarlos, un objetivo que, según él, consiguió con más éxito que los moralistas de toda laya. Pero como Friedrich Schlegel y con él tantos otros, pensaba que la pluma del genio trascendió sus intenciones iniciales y, sin que el propio Cervantes tuviera conciencia de ello, el inmortal libro se acabó transformando en la más grande de las sátiras contra el entusiasmo idealista. Ahora bien, en este punto Heine imprime un giro peculiar a su exégesis del Quijote que desborda las ideas de los Schlegel, de Schelling y Byron y anticipa ideas que serán desarrolladas por generaciones posteriores de críticos cervantistas. Se trata de que la asombrosa y profunda novela no es sólo, como hasta aquí hemos visto, una parodia de todos los que sufren y combaten por una idea, esto es, de todo entusiasmo idealista, personificado en la figura del larguirucho y enjuto caballero don Quijote, sino a la vez una parodia del positivismo o del sentido común realista personificado en la figura de su tosco y rechoncho escudero Sancho.

Es más, en cierto sentido, Cervantes se burla con más brío del positivismo de Sancho, en la medida en que desempeña un papel aún más ridículo y risible que el propio don Quijote, lo cual se manifiesta en tres aspectos relevantes. En primer lugar, a pesar de todo su sentido común y la sensatez de sus refranes, se ve obligado a trotar, montado en su asno apacible y tranquilo, detrás del entusiasmo quijotesco; en segundo lugar, su superior comprensión de la realidad no le salvan de compartir él y su asno los reveses y calamidades acaecidos tan a menudo al noble caballero representante del ideal y a su noble Rocinante; y por último, independientemente de su voluntad, el representante de la razón positiva, con su asno, se ve obligado a seguir a remolque siempre al entusiasmo idealista, el cual lo arrastra avasalladoramente. De este modo, el Quijote se nos presenta como una caricatura del idealismo no más que del positivismo, del sentido común o del realismo.

Pero el Quijote va más allá de ser una ridiculización de todas las manifestaciones del entusiasmo idealista en general y del positivismo. Hay otro pensamiento fundamental que ha guiado a Cervantes, al que retrata como «el profundo pensador español», al escribir su gran libro y es que pretendió también burlarse del espiritualismo, encarnado por don Quijote, y del materialismo, encarnado por Sancho. La historia del ingenioso hidalgo sería, según esto, una discusión sobre la cuestión del espíritu y la materia, una cuestión que presenta en su verdad más espantosa o siniestra. A través de esta discusión en el fondo, según Heine, Cervantes ha querido satirizar vivamente la propia naturaleza humana, en la medida en que don Quijote es un símbolo de nuestro espíritu y Sancho Panza, de nuestro cuerpo. Sin embargo, parece sugerir que la censura cervantina se ceba más con los extravíos del espiritualismo que con los del materialismo, ya que lo que presenciamos en la novela es que «el pobre y material» Sancho sufre mucho con las «quijoterías espiritualistas» y que recibe sin cesar, por causa de las metas y empresas más elevadas de su amo, los más innobles golpes, mientras que no le sucede a don Quijote lo mismo por causa de Sancho.

Es más, Heine parece insinuar que, a pesar de la sátira del materialismo sanchopanzista, Cervantes se inclina por reivindicar los derechos de la materia o del cuerpo, ya que el representante del materialismo es más juicioso que su señor espiritualista, sabe que los golpes son muy desagradables y que una olla podrida es sustanciosa y sabe muy bien. Así que, según esto, la lección final del Quijote respecto al conflicto entre la materia y el espíritu, y, a la postre, sobre el hombre, viene a ser, sobre lo primero, que el cuerpo es más perspicaz y comprende mejor los hechos que el espíritu y, sobre lo segundo, que «el hombre piensa a menudo mejor con las costillas y el estómago que con la cabeza» (Alemania, pág.181). ¿Es esto realmente una defensa del materialismo de Sancho frente al espiritualismo quijotesco, si bien limitada? ¿O se trata de una ironía del ensayista alemán? En cualquier caso, esta visión del Quijote como una representación alegórica de la antítesis entre el espiritualismo y el materialismo y de los dos personajes principales como los representantes canónicos respectivos de estas posiciones, estaba llamada a ejercer una poderosa influencia en las posteriores generaciones de comentaristas de la magna novela cervantina, tanta como la precedente concepción de ésta como una alegoría sobre el conflicto entre el idealismo y el realismo, con la que con frecuencia se confunde y se hace indistinguible.

En cuanto a las figuras de don Quijote y Sancho, su personalidad y modo de pensar antitéticos se interpretan a la luz del alegorismo representado por los pares idealismo/positivismo y espirtitualismo/materialismo. Sus rasgos de carácter, sus actitudes y formas da actuar opuestos, oposición que también se manifiesta en su lenguaje, nos remiten ciertamente a ese simbolismo metafísico, pero a la vez nos revelan que, en la medida en que ambas figuras en su recíproca relación antitética y no pocas veces conflictiva, se parodian y, no obstante, se complementan, el simbolismo metafísico del que son portadores también se parodia y se complementa, esto es, que el idealismo quijotesco contiene la critica del positivismo o realismo sanchopanzesco y que el espiritualismo quijotesco parodia el materialismo sanchopanzesco, y recíprocamente en ambos casos, al tiempo que, en cierto modo, sus posiciones opuestas se completan. Es un rasgo característico de la exégesis de Heine el incluir a Rocinante y al asno en el alegorismo filosófico personificado por el caballero del ideal y del espíritu, y por el escudero de la razón positiva y de la materia, de suerte que entre ambos animales reina el mismo irónico paralelismo alegórico que entre el amo y su escudero y así también, hasta cierto punto, son simbólicos representantes irónicos de las mismas ideas que sus dueños.

Como bien cabe observar, Heine culmina y completa, más que desborda, la tradición de exégesis romántica del Quijote, de la que sin duda fue heredero, a pesar de ser, no obstante, un crítico implacable del romanticismo. De hecho, no dudó en utilizar al propio Quijote en su campaña contra el romanticismo, luego de haberse servido de la hermenéutica romántica. Ya dijimos que Heine extendía la sátira contra el entusiasmo idealista ejecutada en el Quijote al propio idealismo romántico, pues, según él, los románticos sufrían la misma demencia que entusiasmaba al caballero manchego en todas sus descabelladas empresas, una demencia que también les arrastraba a restaurar la caballería medieval y a resucitar un pasado muerto. Por esto encontraba deliciosamente irónico el que la escuela romántica alemana hubiese hecho la mejor traducción del Quijote (la de Lugwig Tieck), traducción gracias a la cual él mismo había tenido su primer contacto con la magna novela, en la cual precisamente la locura de don Quijote viene a ser un espejo de la de los románticos.

Entre los románticos no sentó bien la concepción del libro cervantino como un libro derrotista que escarnece la búsqueda de todo ideal. Precisamente fue Tieck quien, años después, reaccionó más negativamente a la exégesis de Heine del Quijote, aunque sin nombrarlo expresamente, como una ridiculización de todo entusiasmo idealista y salió en defensa de la exégesis dominante en los círculos románticos como un libro en el que se ensalzaba el idealismo y en contra de «un gran hombre» que «ha emitido el juicio de que el Quijote movió tan poderosamente la opinión de su tiempo y tuvo éxito universal, porque ridiculizó de una manera tan ingeniosa el entusiasmo». Contra Heine argumentaba que la gran obra cervantina no podría ser una sátira del entusiasmo por el ideal porque la caballería había perecido mucho tiempo antes de Cervantes. Además, si no fuera una obra llena de entusiasmo por el ideal no se podría explicar que pueda producir un entusiasmo tan general y duradero como el que excitó en su tiempo y sigue excitando hasta el presente; sólo una obra saturada de entusiasmo puede causar algo así. Por último, para Tieck era obvio que en la inmortal obra cervantina campea un entusiasmo puro por el ideal, como por la patria, el heroísmo, la caballería, la milicia, el amor y la poesía. (Véase el texto relevante de Tieck, extraído de su Kritische Schriften, t. 2º, 1848, recogido en Rius, op. cit., pág. 249).

La tradición romántica de exégesis filosófica del Quijote, lejos de agotarse en el marco del tiempo en que se gestó y se desarrolló, ha pervivido en Alemania como la forma canónica de comprensión del sentido más profundo de la gran novela, más allá de la primera mitad del siglo XIX y se interna en el siglo XX. No exageramos si decimos que la interpretación del Quijote conforme a los patrones de la hermenéutica inaugurada por el romanticismo alemán se convirtió en la forma alemana por excelencia de acercarse a la inmortal novela para entenderla. Ya hablamos en su momento de Pfandl, cuya visión del Quijote clasificamos y expusimos entre las interpretaciones psicológicas en el sentido de la psicología de los pueblos. Hemos escogido, dentro del abundante material, cinco casos representativos y variados –entre los autores seleccionados hay filósofos, escritores y críticos literarios– como botón de muestra del influjo y la pervivencia de la exégesis romántico-filosófica del Quijote durante un periodo que abarca desde la segunda mitad del siglo XIX hasta mediados del siglo XX..

Primeramente, ya en la segunda mitad del siglo XIX, tenemos a Nietzsche, quien se adhiere plenamente a ese género de exégesis, conforme a la versión de Heine y quizás con ecos de Byron, aunque quien le inició en los fundamentos de la interpretación romántico-filosófica bien pudo ser Schopenahuer, cuya obra principal, El mundo como voluntad y representación, había leído siendo estudiante en la Universidad de Leipzig. Como Heine, en uno de sus fragmentos póstumos, escrito en la primavera-verano de 1877, interpreta el Quijote como «una ironización general de todas las aspiraciones humanas», a la vez que atribuye al éxito del libro no se sabe muy bien si el ser un síntoma o una causa de la decadencia de la cultura española, una desgracia nacional, o quizás el ser ambas cosas a la vez (véase Nietzsche Briefwechsel.Kritische Gesamteausgabe, vol. V, Walter de Gruyter, 1980, págs. 193-4; se encuentra traducido al español en Cuatrocientos años de Don Quijote por el mundo, editado por Gonzalo Armero, Tf editores y Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2005, págs. 222-3).

Y entrados ya en la primera mitad del siglo XX, aparece en escena Freud, quien a pesar de ver, en principio, en don Quijote una figura puramente cómica, sucumbe a la idealización sublime de éste y a interpretarlo como «el representante simbólico de un idealismo que cree en la realización de sus fines» (véase El chiste y su relación con lo inconsciente [1905], Alianza Editorial, 1986, págs. 224-5).

De mayor interés aún es la aportación de Lukacs, uno de los más renombrados teóricos de la novela del siglo XX. Tanto su teoría de la novela como su interpretación del Quijote, a la que consagra un capítulo de su Teoría de la novela (1920) son incomprensibles al margen de los principios estéticos del romanticismo alemán y de Hegel. El Quijote se nos presenta como una epopeya caballeresca cuyo héroe representa un ideal abstracto, apriorista y utópico, que necesariamente le conduce a un choque con la realidad, frente a cuya fuerza brutal termina sucumbiendo. Por eso Lukacs define el libro de Cervantes como la novela del «idealismo abstracto», con la que nace la novela moderna y a la vez tipifica el primer modelo en la evolución del género novelístico, del que es su más grande expresión.

Como para los románticos, la categoría central de su exégesis es la idea de conflicto, lucha o choque entre el ideal del héroe y el mundo que a éste se le ofrece como un obstáculo. La raíz del conflicto está, de un lado, en la naturaleza del ideal del héroe, un ideal, como acabamos de decir, abstracto, apriorista y utópico, que exige su realización de forma que el mundo exterior se rehaga según el modelo de tan abstracto ideal y de, otro lado, en la propia alma o conciencia del héroe, que, al estar dominada por una fe inquebrantable en un ideal de esta laya, cree que el deber ser de la idea demanda su realización o materialización, necesaria en el mundo, y de ahí la misión de que se siente imbuido el héroe de imponer su abstracto ideal a éste, lo que constituye la base de la trama y de las aventuras novelescas, pero la conciencia y visión del héroe portador de tan abstracto ideal son demasiado estrechas y limitadas, y la realidad a que se enfrenta demasiado basta y compleja. El conflicto es, pues, no sólo inexorable, sino además insuperable para un héroe, como don Quijote, cuya conciencia y visión son demasiado estrechas y limitadas para adaptarse a un mundo cuya vastedad y complejidad le desbordan por todas lados viéndose condenado al fracaso, cuyo espectro, no obstante, procura ahuyentar refugiándose en el autoengaño de que si la realidad no se amolda a las exigencias del ideal abstracto y a priori es que está hechizada por malos genios o encantadores.

Digamos finalmente que el ensayo hermenéutico de Lukacs sobre el Quijote como el prototipo principal o la más grande obra representativa de la novela del idealismo abstracto es, a su vez, muy abstracto, lo que lo convierte muchas veces en un texto oscuro y poco comprensible; el autor se mantiene en un nivel tan extremo de abstracción que nunca condesciende a aplicar sus tesis hermenéuticas al material literario.

El más grande novelista alemán del siglo XX, Thomas Mann, también se suma a la hermenéutica filosófica de orientación romántica, como bien se refleja en los comentarios y opiniones recogidos en su Viaje por mar con don Quijote (1935). El novelista confiesa no haber hecho una lectura sistemática de la obra maestra cervantina hasta entonces y cuando lo hace, en un viaje marítimo a los Estados Unidos en 1934, elige para ello la célebre traducción romántica de Tieck, que le produce tanto entusiasmo como hemos visto que le producía a Heine, una traducción que, según él, es perfectamente fiel al «estilo grande- humorístico» del libro cervantino.

Mann alaba el ingenio épico de Cervantes y, consiguientemente, considera el Quijote, en línea con la más genuina tradición romántica, como una obra épico-humorística que alberga una profunda significación metafísica, de la que Cervantes no fue inicialmente consciente. Lo que se concibió modestamente como una sátira alegre y vital, en la que originalmente no se plantean grandes problemas, surge por azar y por genio, estimulado éste por la creciente admiración por la criatura de su propia imaginación y por la obra misma concebida, un libro de un elevado simbolismo que concierne a la vez al «pueblo», se refiere al pueblo español, y a la «humanidad».

Mann se centra ante todo en el »rango simbólico-humano» que alcanza la figura del héroe, quien, en su proyección humano-española, representa el idealismo, la grandeza, la generosidad mal adaptada y la caballerosidad no lucrativa de la nación española y a la vez, en su proyección humano-universal, la fe del hombre en el ideal, en sí mismo y en su ennoblecimiento. A primera vista parece que Cervantes escarnece la fe en el ideal en vista de cómo se exponen a la burla y la risa al hombre que lo representa. Como a Schlegel y a tantos otros después, a Mann le impresionan la «crueldad juguetona» de Cervantes, las «calamitosas humillaciones» que se le infligen y los «palos infinitos» que recibe y todo esto, junto con la burla y la risa, añadida podrían hacer pensar que Cervantes escarnece la fe en el ideal. Sin embargo, se trata de una impresión superficial, pues en el fondo Cervantes lo que hace es glorificar y ensalzar la fe en el ideal que resulta purificado, transfigurado y elevado a un nivel superior tras haber padecido humillaciones. Como Schlegel, Schelling y tantos otros, el ilustre novelista alemán percibe esto en la dignidad moral intacta con que el espíritu del héroe resurge incólume de todas las humillaciones y tribulaciones. Diríase que se ensalza a don Quijote al mismo tiempo y en la misma medida en que se le humilla.

La manifestación más clara de este proceso dual de humillación-ensalzamiento se halla, según el gran novelista alemán, en la aventura de los leones, en la que, por ello mismo, ve el punto culminante de toda la novela. Y, sin embargo, en esta aventura don Quijote no es golpeado o tratado cruelmente. Se trata de una humillación más bien espiritual o moral, pues en ella lo que se zahiere, según su exégesis, es el heroísmo de don Quijote. Cervantes, luego de inflar o hinchar desmesuradamente su actitud heroica («Oh fuerte y sobre todo encarecimiento animoso de don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue gloria y honra de los españoles caballeros…»), la desinfla desdeñosamente haciendo caer al héroe en un penoso ridículo gracias al comportamiento indiferente o despectivo del majestuoso león que «no haciendo caso de niñerías ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte… volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula». Mann detecta en este proceso y fusión de humillación-exaltación ennoblecedora de don Quijote la impronta del cristianismo, lo que, según él, muestra hasta qué punto el Quijote y su héroe son «un producto de la cultura cristiana, del conocimiento cristiano del alma y de la humanidad cristiana» (op. cit., RqueR Editorial, 2005, pág. 77).

Cerramos esta excursión panorámica sobre la evolución de la interpretación romántica e idealista del Quijote en el ámbito de habla alemana con la consideración de la aportación del gran romanista y crítico literario Eric Auerbach –discípulo, por cierto, de Ernst Robert Curtius, Leo Spitzer y Karl Vossler, ilustres hispanistas éstos dos últimos–, en su excelente estudio «La Dulcinea encantada», que constituye el capítulo 14 de su Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (1942). El caso de Auerbach es extraordinariamente relevante porque en su aproximación al Quijote se revela a la vez la fuerza del hechizo ejercido por el enfoque romántico-filosófico de la novela y la dificultad de superarlo y deshacerse de él. De hecho, Auerbach es el primer gran crítico perteneciente a la gran tradición alemana de crítica literaria del siglo XX que consiguió liberarse del yuyo de la interpretación romántico-filosófica del Quijote, que tan fuertemente había impregnado los estudios sobre éste en todo el mundo germánico.

De hecho, Auerbach comienza su comentario con una disposición favorable a la hermenéutica romántico-idealista, pues nos habla del Quijote y del episodio objeto de estudio como la pintura del choque de la ilusión de don Quijote con la realidad vulgar y cotidiana, de forma que todo el episodio ofrece «los visos de algo muy triste, amargo y casi trágico» (cf. Mimesis, Fondo de Cultura Económica, 1ª edición en español 1950, 11ª reimpresión 2005, pág. 316). Pero tras las primeros párrafos en que glosa el pasaje del capítulo 10 de la segunda parte sobre el encuentro de don Quijote y Sancho en El Toboso con tres labradoras y el engaño de Sancho haciéndole creer a su amo que una de ellas es Dulcinea con su cortejo de damas, y cuando ha hecho creer quizás al lector que se va a encontrar con uno más de la infinidad de comentarios realizados desde la aproximación romántico-filosófica al Quijote, de repente da un giro brusco a su ensayo y nos anuncia que «quien lea pura y simplemente el texto de Cervantes se encontrará sencillamente con una farsa, del más puro sabor cómico» (ibid.).

A partir de aquí, emprende un análisis muy fino y certero del episodio mediante el que desmonta pieza por pieza los puntos fundamentales de la interpretación romántico-filosófica, mostrando así que ésta no resiste ese análisis, lo que le lleva a concluir que el episodio de marras y el conjunto de la novela es una historia cómica. Contra la concepción romántica de don Quijote como una figura representativa de un gran ideal en lucha con la realidad, argumenta que el idealismo de don Quijote no es propiamente un verdadero idealismo, pues su lucha por el ideal no es la lucha de quien interviene sensatamente y en consonancia con la realidad, de forma que la acción razonable del idealista tropiece con una resistencia igualmente razonable bien de la inercia de la realidad o de la malignidad de terceros, en cuyo caso su lucha sería una lucha seria y hasta trágica, sino un idealismo degenerado o una caricatura de idealismo (una idea, por cierto, anticipada ya en España por Manuel de la Revilla, como veremos), al que denomina «el idealismo de la idea fija», resultado de la desconexión entre el ideal y la cordura, pues la locura afecta también a la relación de don Quijote con el ideal caballeresco adoptado como una idea fija. Por causa de este idealismo desquiciado de la idea fija, todo cuanto hace don Quijote es completamente absurdo y resulta tan incompatible con el mundo, que sólo logra producir en éste situaciones de extrema comicidad. Conforme con esto es natural que las aventuras de don Quijote no pongan en evidencia problema alguno radical de la sociedad de aquel tiempo, que haya una ausencia total de complicaciones trágicas y consecuencias graves, que los males que don Quijote padece (los golpes y desventuras) o causa sean tratados humorísticamente como incidentes cómicos y que finalmente don Quijote, obsesionado por la idea fija caballeresca, no se sienta responsable de los males que acarrea y que por tanto no se inquiete por las malas consecuencias de sus acciones o sufra por ello ningún conflicto interior y menos aún un conflicto trágico, todo lo cual se halla bloqueado de antemano por la mera conciencia de don Quijote de haber obrado con arreglo al código de la caballería andante y esto solo basta para justificarlo todo, sin que tenga que darle más vueltas.

En suma, la locura de don Quijote no tiene nada de trágico. ¿Cómo habría de tenerlo una locura que es simplemente efecto de la voraz lectura de libros de caballerías? Ya esto nos hace presagiar el giro cómico de la singular locura de don Quijote, la cual, a diferencia, de la de Áyax o de Hamlet, no es el resultado de una espantosa conmoción previa. Es la locura quijotesca la que pone en movimiento a don Quijote lanzándolo en pos de aventuras, pero todo esto se aborda como si fuese un juego que hace del mundo real y cotidiano, transmutado por la manía caballeresca, un escenario divertido. No se busque, pues, nada trágico ni siquiera problemático en la locura del sedicente caballero manchego, viene a decirnos Auerbach, pues la aparición de don Quijote transforma en un juego lo mismo la dicha que el infortunio, y nos exhorta a ver en la novela nada más que »un juego alegre».

José Antonio López Calle