Hace un par de días pasé un rato en la escena final de “Love actually”. Ese momento de reencuentros en el aeropuerto de Heathrow donde suena God Only Knows de The Beach Boys y todos se abrazan, sonríen, se emocionan y se besan. La música es fundamental, el volumen bien alto. Nunca tengo claro si quiero estar entre los que llegan o entre los que esperan. Llegar, creo que prefiero llegar porque últimamente gestiono mal la paciencia.
La mayor parte de las veces que estoy en un aeropuerto es para viajar. En la zona de salidas el protocolo es siempre el mismo: Entrar, buscar el mostrador de facturación, localizar la puerta de embarque y malgastar el tiempo restante entre cafés, revistas y mensajes pendientes. No te detienes más de lo estrictamente necesario. Tu energía se focaliza en llegar al destino y todo lo que te encuentras no es más que un mero trámite necesario. Cuando vas a recoger a alguien ocurre algo totalmente distinto. La espera forzosa te obliga a detenerte, a observar, a escuchar.
Eran más de las nueve de la noche y solo faltaba por aterrizar un único vuelo, el último del día. Es lo que tienen los aeropuertos pequeños, que todo se concentra en tiempo y espacio. Había un silencio sepulcral, casi molesto, entre quienes esperábamos tras la puerta de ‘Llegadas’. En esos instantes previos, nadie te cae bien. Tampoco mal, pero no hay un solo motivo para empatizar con la señora que está a tu lado o con los chicos pegados a la barrera. Todos compartíamos cierta inquietud, una reiterada consulta al reloj y ese movimiento sutil consistente en ponerte de puntillas y girar la cabeza a un lado para ver exactamente lo mismo que antes. Nada más.
Comenzaron a salir los pasajeros y se hizo el ruido. Un hombre abrazaba a su familia, pero quien realmente mostraba una alegría desmedida era su perro, un precioso Border Collie de color gris que saltaba sobre su dueño reclamando atención. Una estudiante que parecía haber estado cinco meses de convivencia con los personajes de Trainspotting, saludaba de manera escueta a sus padres y hermanos, empeñados en hacerse un selfie que homenajease el reencuentro. Todos parecían felices menos ella, que aprovechó la salida para quedarse en último lugar y quitarse un par de lágrimas de manera disimulada. No seas boba, quería decirle yo. Puedes sonreír, emocionarte y ser humana. La hija de un reconocido periodista atravesaba la puerta con paso ligero, localizando en cuestión de segundos al conductor que mostraba su nombre en una pantalla de Ipad. Creo que no llegó a ralentizar ni un poco su movimiento porque el conductor acabó caminando tras ella y no al revés. Parejas acostumbradas a la distancia. Parejas que no aguantaban sin verse ni un segundo más. Pasajeros con auriculares ajenos a todo aquello, buscando el taxi más cercano. Besos y personas sujetando entre sus manos caras que añoraban como si tratasen de cerciorarse que era real.
Agradecí por un momento tener la mascarilla puesta. He descubierto que es un fantástico escudo para esconder sentimientos y emociones. Yo quiero llorar y abrazar y decir cuánto te echo de menos, pero soy practicante de la contención. Podemos denominarlo precariedad emotiva en público. Tan boba como la estudiante con aire británico.
Como aquella canción de Aute, el pensamiento es estar siempre de paso. En los aeropuertos también. Luego ya, lo de dar pasos cortos o largos, detenerse en el camino y sostener con las manos las caras que queremos perpetuar en la memoria, es cosa de cada uno.
Ese día estaban todos despistados entre reencuentros y abrazos y no se enteraron, pero sonaba aquello de “God only Knows what i’d be without you…”. No tengo pruebas, pero tampoco dudas.