Tú, tranquilo. Vas a hacer la incidencia turística. Una semana de tarde y una semana de noche. Verás no más de cuarenta o cincuenta pacientes cada día. Todos turistas. Es muy fácil. Los despachas con una receta de paracetamol y pista. Ah, y lo mejor: te vas a levantar seis mil euros en tres meses.
Cinco años después, regresé al Congreso de Residentes de Medicina Familiar y Comunitaria de Asturias. Sentado en una de las butacas del salón de actos, recordé cómo cinco años antes yo estaba, junto a mis cuatro compañeras del centro de salud, presentando el trabajo de investigación, "Satisfacción del usuario en relación con la figura del residente: ¿Nos quieren?", ahí
enfrente, donde ahora luchaban contra los nervios y la ilusión otros cinco residentes como lo éramos nosotros. Lo que evoco con mayor viveza de los instantes finales de aquel congreso,
clausurado dos días antes de cumplir los tres años de residencia, es una soledad grande y una sensación de final de etapa, de cambio vital, como si llegara a un punto desconocido en el camino,
como si me encontrara en la frontera de la Tierra Media y me detuviera un segundo antes de adentrarme en parajes nunca antes vistos. Hasta ese lugar fueron muchos y muy buenos amigos, compañeros, maestros y pacientes los que me acompañaron y me hicieron creer en una medicina de familia con las letras muy grandes y muy gordas. A partir de ahí, sentí que me tocaba seguir camino solo. Joder, y tenía miedo, incertidumbre, ilusión, tristeza, ganas, impaciencia.
Por suerte, en las puertas del salón de actos, mientras me despedía de todos aquellos compañeros en este viaje de más de mil días, abrazos, besos, risas, promesas de encuentros futuros que nunca se realizaron y palmadas en la espalda, me encontré con el gerente del área sanitaria donde empezaría a trabajar tres días después. Qué bien. Ya no estaba solo. Nuevos compañeros para un nuevo reto. Sonriendo, me agarró del hombro y, mirándome a los ojos, me dijo aquellas palabras que ya no olvido.