La línea entre lo sublime y lo ridículo es a menudo delicada y tenue, y esta película de Sydney Pollack se mueve indistintamente a ambos lados de ella. Escrito por Alvin Sargent a partir de la novela El cielo no tiene favoritos de Erich Maria Remarque, publicada en 1961, y producido por Columbia Pictures y Warner Bros., el filme es un producto coyuntural de su tiempo: remedo, pretendidamente más refinado y exquisito, y ciertamente algo más profundo y filosófico, del sentimentalismo romántico, blandengue y tremendamente cursi de Love Story (Arthur Hiller, 1970) -aunque ya hubiera querido para sí sus cifras de taquilla-, y a la vez esperable resultado de los aires del Nuevo Hollywood de la década de los setenta, en su decidida vocación de combinar la narrativa clásica con las influencias de inspiración europea, a lo que contribuyen decisivamente los escenarios y localizaciones escogidos al sur del continente. Su eje narrativo es el estudio de los personajes protagonistas, el Bobby Deerfield del título original (Al Pacino, en pleno apogeo de la resaca de su personaje de Michael Corleone), un piloto norteamericano de Fórmula 1 que está haciendo el circuito europeo, y la joven Lillian (la suiza Marthe Keller, que durante una década encadenó una serie de trabajos relevantes en películas norteamericanas y europeas antes de centrarse en el teatro y en la dirección de varias óperas), y de la relación entre ambos, en un arco que transita desde un antagonismo excéntrico y desconcertante hasta una apasionada y tormentosa historia de amor con fecha de caducidad. Porque el centro del argumento, el punto en el que convergen sus distintas vertientes, no es otro que la idea de la muerte, arranque, motor y destino ineludible de la historia, de cualquier historia.
Un accidente durante una carrera, que le cuesta la vida a su compañero de escudería y deja en silla de ruedas a uno de sus rivales, hace que Deerfield dedique buena parte de los días siguientes, en las semanas que faltan hasta el Gran Premio de España en el circuito del Jarama, a buscar de manera oscura, irracional, obsesiva, las causas de una salida de pista y una colisión en un lugar en el que resulta bastante difícil encajar la posibilidad de un error humano por parte de expertos pilotos profesionales, achacando el desastre a un reflejo inoportuno que dificultara la visibilidad, a la irrupción de algún animal en la calzada, a algún problema mecánico de incierto diagnóstico y complicada detección… Cualquier causa externa que eluda la propia responsabilidad, la causa de la muerte por la propia mano negligente. En suma, Deerfield, a través de su absorbente investigación del accidente y su examen del coche siniestrado, gemelo del suyo, intenta paliar su propio miedo a la posibilidad de una muerte sobrevenida, inesperada, instantánea. Bajo ese pavor recién descubierto, sin embargo, existe una crisis existencial mucho más profunda que tiene que ver con su pasado y sus relaciones familiares, ámbitos que quedan fuera de cuadro, en los que su difunto padre ha tenido que desempeñar un papel decisivo, y que emergen de nuevo cuando su hermano (Walter McGinn) le visita con el fin de tomar decisiones inaplazables que afectan al futuro inmediato su anciana madre. El desapego, la falta de implicación, la indiferencia y el desinterés de Bobby por las cuestiones familiares es otra manifestación de ese rechazo a lo inevitable, a todo aquello de lo que vive huyendo a tanta o mayor velocidad de la que alcanza su monoplaza (en este aspecto, resulta muy adecuada la metáfora del automovilismo: coches veloces que ruedan, sin embargo, dando vueltas a un circuito del cual no pueden salir, en un destino circular que solo se rompe cuando ocurre algún hecho fatal). En esa escapada continua, Deerfield viaja hasta la clínica de los Alpes donde su rival convalece de su accidente, y allí tiene un encuentro fortuito con Lillian, paciente del mismo hospital, que se une a su huida permanente. Ambos inician un viaje extravagante por el norte de Italia, hasta Florencia, donde Lillian tiene su casa, y durante el camino su antagonismo se va convirtiendo en atracción mutua y en amor, si bien el secreto de ella queda fuera de la ecuación.
Bajo esa corriente romántica de historia de amor de encuentros y desencuentros, de caracteres y hábitos que chocan (simbolizado en sus caóticas y accidentadas conversaciones, en las que toda lógica y racionalidad de Bobby se contrastan con los, a veces absurdos, continuos cambios de tema y de registro de Lillian), de celos y temores (por parte de él, primordialmente), la película hace una reflexión sobre la finitud del tiempo y las distintas actitudes que caben respecto a su aprovechamiento o despilfarro. Ambos amenazados por una muerte súbita e inesperada, él debido a sus peripecias en los circuitos, ella a causa de la enfermedad que arrastra, sus respectivas predisposiciones a la vida son muy diferentes. Él vive amargado, contrariado, en continuo estado de estupefacción, desencanto, frustración y terror; ella, sin embargo, bajo el designio de una sentencia mucho más clara y determinante, es más vitalista, tiene prisa por vivir, por experimentar, por disfrutar, conocer y sacar todo el jugo posible a cada hora, a cada minuto. La paradoja de esta situación radica en que, si bien Lillian logra arrastrar a su terreno y a su temperamento a Bobby merced a la fuerza del amor, el postrero conocimiento de sus circunstancias hace que Deerfield termine incidiendo, quizá irremisiblemente, en sus lúgubres planteamientos iniciales, en ese universo de fracaso, aflicción y desconsuelo que parecen propios de su naturaleza. Un compendio de lugares comunes que, sin embargo, se tratan con buen pulso narrativo y se adornan con una hermosa partitura de Dave Grusin y con la fotografía del francés Henri Decaë, que se recrea en las bellezas naturales de París o de la campiña toscana, ofreciendo bellísimas composiciones de paisajes y de luz que responden a ese principio vitalista más propio de Lillian que de Bobby. Esa sublimación de la vida y del amor, más contenida y reconcentrada que en el taquillazo de Paramount de siete años atrás, en un marco formal que explota las maravillas de Francia e Italia, no logra evitar, sin embargo, cierta sensación de gratuidad (nada vuelve a saberse de los asuntos familiares de Bobby después de su aparición como pretexto inicial) y de ridículo en un melodrama menos pedestre que otras cintas de su género y de temática coincidente, pero que tampoco logra despegar del todo de lo previsible o, en ocasiones, como el fragmento relativo a los globos aerostáticos, a pesar de su hermosura formal, de lo risible (por no hablar de la nula credibilidad de Pacino como veterano piloto de carreras de fama mundial).
El espectador español puede asistir con cierta curiosidad al insólito episodio que transcurre en el circuito del Jarama, con el himno nacional y la bandera rojigualda señalando el comienzo de la carrera, las vallas publicitarias, los guardias civiles tocados con tricornio y, tras el accidente, la presencia de miembros de la Cruz Roja con su antiguo uniforme militar… Detalles particulares aparte, la película contiene algunos logros visuales y algunas metáforas elocuentes muy apreciables, como, por ejemplo, ese tren en cuyos vagones de transporte los viajeros pueden permanecer sentados en el interior de los vehículos; sus sucesivas apariciones, primero con Bobby en solitario, después acompañado por Lillian, y, por último, tras la devastadora conclusión, resultan adecuada traslación del progreso dramático de la trama y transmiten con eficacia las tribulaciones interiores del personaje de Deerfield, de su desamparo inicial a su estado de esperanzada euforia intermedia, hasta devenir en su desolador final. En este último aspecto, resulta igualmente estimable el instante de la fotografía, cuando la pareja de turistas insiste en retratar a Bobby y Lillian con el fin de proporcionarles un bonito recuerdo que compartir en el futuro, y la advertencia de que pueden demorarse en enviarles la imagen por correo postal: la reacción de Pacino y Keller, sus gestos, sus rostros, sus palabras mudas, su contención, son probablemente el clímax emocional de la película, el instante dramático más logrado.
La película cuenta, naturalmente, con el asesoramiento técnico y la participación profesional de algunas personalidades de la Fórmula 1 de la época, por ejemplo la de Bernie Ecclestone y su equipo, y también la de varios pilotos en ejercicio: Mario Andretti, Patrick Depailler, James Hunt, José Carlos Pace y Tom Pryce. Dos de ellos, tristemente, personalizaron en carne propia las reflexiones sobre lo limitado y fugaz de la vida y la potencial presencia súbita de la muerte que propone la película: Pryce falleció en marzo del mismo año del estreno, en un accidente acontecido en el Gran Premio de Sudáfrica; Pace murió apenas dos semanas más tarde, en un accidente de avioneta ocurrido en Brasil. Los nombres de ambos figuran en los créditos de la película acompañados de dos cruces, y su triste y anticipado final viene a subrayar dramáticamente la naturaleza e importancia de la clave última de la película, base del título español del filme (mucho mejor, por ilustrativo, que el original): tempus fugit, ergo carpe diem.