Con el subtítulo de "drama geológico" la última película de José Luis Guerín anuncia, en sus primeros fotogramas, la intención manifiesta de contar una historia plagada de sinsabores, de rémoras del pasado, de frustraciones causadas por la tierra y el subsuelo.
Una historia de eras, que se inicia con el surgimiento de la propia isla de Lanzarote y concluye con el presente de los nuevos viajeros del siglo XXI que llegan a las costas surgidas de la lava de las profundidades marinas y de la arena transportada por el viento procedente del desierto africano, y que no son, precisamente, turistas.
Pese a encontrarnos ante una obra de "encargo", el cineasta se desprende de toda idea publicitaria o de mero marketing comercial para vender al turismo y realiza un poema visual, concentrado, minimalista, ascético, para contarnos la historia de Lanzarote, sus cambios, sus habitantes, sus desgracias naturales, su presente, concluyendo con una coda que introduciría al poema en su conjunto un "haiku" como fin del relato.
Y hay que decir que la propuesta, como no puede ser menos viniendo de quien viene, es arriesgada; una película muda, cuyas explicaciones se ofrecen mediante títulos a la manera de los pioneros del cine, con grano en la imagen, con distorsiones producidas sobre el celuloide por la luz; saltos, deficiencias en el material, fortuitas o intencionadas, en blanco y negro. Todo para dar apariencia de primigenio, de básico, de material en bruto rodado a lo largo de los siglos para llegar a nuestro presente; desde el agua como material imprescindible para que surja la vida hasta el pastor y sus cabras que trabaja, impasible, ante el resto del cayuco que denuncia nuestra mirada ausente hacia el continente más cercano. Agua, fuego, tierra, viento, los cuatro elementos del pensamiento clásico griego se dan la mano en las imágenes como configuradores de la morfología de la isla para dar paso al nacimiento de la vida, y el testigo es retomado por Plinio (otra vez Plinio en el cine de Guerín) para incrementar esa noción de clasicismo en la película. Estamos ante el Guerín de " Dos cartas a Ana" y " La dama de Corinto ", y quien las haya visto ya sabe cómo se establece el juego entre el creador y el espectador, la luz y la sombra, el origen de la pintura, del amor, o, en este caso, de la propia vida.
La vida surge de la mezcla; flora, fauna y especie humana evolucionan con las mezclas, de la simbiosis de luz y humedad las plantas desarrollan especiales condiciones de supervivencia, de la vegetación escasa un resistente grupo de animales obtiene el alimento para subsistir; de la llegada de viajeros y expedicionarios se crea una nueva generación de habitantes donde los genes se mezclan y dan lugar al nacimiento de la leyenda de la princesa blanca. Para que la imagen no quede estática en el paisaje hay que provocar el movimiento, la lava da lugar a caprichosas formas que, sin embargo, carecen de movilidad. El viento sobre la piedra apenas permite vislumbrar idea alguna de mutabilidad. Hay que enfocar las nubes, filmar la tierra para que las sombras de éstas al pasar cambien la luz sobre la superficie, utilizar un humo y una neblina que evoca el interior volcánico de la isla y su configuración actual. Lanzarote guarda más pasado bajo la lava que sobre ella, y la imagen necesita de la palabra para homenajearlo; a principios del siglo XVIII gran parte de la isla cambió su morfología y cuesta imaginar fincas y cultivos donde ahora no hay sino un mar de lava que parecería la superficie de un mar encrespado con pequeñas olas.
El cineasta rinde homenaje así, a los grandes observadores de las primeras décadas del cine, a la Bretaña de Epstein, al mar del norte de Flaherty, al Africa de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack o Léon Poirier, y lo hace homenajeando al gran defensor del patrimonio natural de Lanzarote, César Manrique, a quien dedica su poema final, porque como he dicho antes, si toda la película es una sucesión de poesía, sus últimos dos minutos, precedidos de un espléndido encadenado entre el suelo y los vacíos lavíticos y la imagen de la montaña de Tahiche, mientras se va abriendo el plano, el volcán va quedando enmarcado por tres líneas rectas perfectas e inmaculadas y una base rugosa, de lava, con cactus que termina siendo una ventana abierta desde la fundación César Manrique, como si de un observatorio hacia la naturaleza se tratara, ventana por la que la luz del sol incide en el interior de una superficie blanca, aséptica, una mezcla de dibujo a lo ukiyo-e y de composición minimalista de jardín japonés, un colofón espléndido a una idea visualmente intachable y a una propuesta no exenta de crítica del presente más inhumano.
DE UNA ISLA. España. 2019. Dirección, Guión y Montaje: José Luis Guerín. Producción y Producción ejecutiva: Diana Ibarra. Música original: Albert Bovert. Dirección de fotografía: Gerardo Gomerzano. Ayudante de dirección: Manel Almiñana. Sonido: Amanda Villavieja. Compañías Productoras: P.C. Guerin & Orfeo Films SLU. 26 minutos.