Dicen que enfermó de una enfermedad de esas que amenazan con terminar con todo y antes de tiempo.
Y dicen que hizo todo tipo de cosas desde las convencionales hasta las más extravagantemente alternativas en todo su amplio recorrido.
Y dicen que esa cosa, dañina y destructiva, continuaba haciéndose grande sin alterar lo más mínimo (ni siquiera por compasión) su agenda de muerte estúpida.
Y dicen que entonces ella, mujer de rompe y rasga tan sólo de vez en cuando, se dijo algo, no se sabe qué pero con el tono rotundo de quien ya no tiene nada que perder y por lo tanto, y por poco que sea, algo que ganar. Por ejemplo, la dignidad.
Y como no sabía qué de lo que había ido consintiendo en su vida andaba tan mal, por si las moscas, lo cambió todo: casa, ciudad, comida, familia, amigos, trabajo, ropa y hasta maquillaje, perfume y corte de pelo.... todo.
Y olvidó los recuerdos. Todos. No dejó títere con cabeza.
Se desmemorió de la cabeza a los pies y desmemorió todas sus células cada día abandonándolas en zazen en el suelo junto con la mirada.
Dejó huérfanas las convenciones. Enmudeció las mentiras. Retiró saludos y parabienes.
Y dicen que la enfermedad se fue sin sitio donde asentar y la muerte le llegó, mucho después, a su tiempo. Alegremente. Serena. Sin dolor y sin miedo. Como debe ser y está prometido.
Buen final.