Del desencanto

Por Peterpank @castguer

Sobre la importancia de la disposición al desengaño

Si el que el mundo esté encantado consiste –como sugiere Max Weber– en verlo poblado de dioses y gobernado por leyes sobrenaturales o mágicas, entonces maldita la falta que nos hace que lo esté. Nada ganamos con ello y perdemos, en cambio, el respeto mínimo que debemos a nuestra racionalidad –si en verdad poseemos algo que pueda ser llamado así, porque cuanto mayor es el conocimiento que uno tiene de los seres humanos, mayor es la duda de que nos pertenezca, en efecto, una cualidad tal–. Si ése es el precio que hay que pagar para convencernos a nosotros mismos de habitar un lugar

encantador, mejor desencantado, y hasta arisco u hostil. ¿Qué con ello lo despojamos de su halo de misterio? Nada más falso. Si es misterio lo que se busca, ninguno mayor, una vez desencantado el mundo y sacado el último duende su culo de él, que tratar de averiguar su razón de ser y su causa.

No otra cosa es lo que intentaron llevar a cabo, allá a finales del siglo VII y principios del VI a.n.e., algunos individuos pobladores de un conjunto de colonias jonias situadas en las costas del Asia Menor y en una serie de islas próximas. Se habla –sabido es– por modo paradigmático de Mileto. Así que tanto o más sentido que decir que la Filosofía tiene su origen en el asombro, lo tiene el afirmar que nace del desencanto; desencanto de un mundo que, huérfano de misterio, sólo entonces muestra su auténtico y pasmoso misterio: el de su propia existencia.

«Este Cosmos –proclamará Heráclito–, el mismo para todos, no ha sido creado ni por los dioses ni por los hombres, sino que siempre fue, es y será fuego viviente, que se enciende según medida y se extingue según medida».

Desencanto del mundo y contribución a desencantarlo que no podía pasar desapercibida a un pueblo que creía que las leyes de sus polis tenían origen divino, y que entendía, por tanto, que cuestionar la existencia de los dioses equivalía a cuestionar la legitimidad de las leyes. Y eso era un delito, naturalmente. Los griegos lo llamaron asebeia (impiedad); y a causa de él alguno estuvo a punto de perder la vida, como Anaxágoras, que afirmaba que el sol no era un dios, sino una piedra ardiendo; y otro, Sócrates, ciertamente la perdió. Una forma no sólo cruel y sangrienta de entender la piedad, sino también estúpida:

Nec pietas ullast uelatum saepe uidire

uertier ad lapidem atque omnis accedere ad aras

ante deum delubra nec aras sanguine multo

spargere quadrupedum nec uotis nectere uota,

sed mage pacata posse omnia mente tueri.

[«No consiste la piedad en dejarse ver a cada instante, velada la cabeza,

vuelto hacia una piedra, ni en acercarse a todos los altares,

ni en tenderse postrado en el suelo y extender las palmas

ante los santuarios divinos, ni en rociar las arras con abundante sangre de víctimas, ni en enlazar votos con votos,

sino más bien en ser capaz de mirarlo todo con mente serena», Lucrecio, De rerum natura, V, 1198-1203.]

Y tan dañino se consideraba ese deseo de desencantar el mundo que, tiempo después, algunos sostendrán que en ese conjunto de pensadores griegos, a los que se ha dado en denominar presocráticos, mas sin olvidar a los sofistas, se encuentra el germen de la crisis y decadencia de Grecia, por cuanto que habrían puesto en entredicho la existencia de sus dioses, acabando, de ese modo, por desencantarla. (Al parecer, en ese proceso de enfermedad y posterior agonía y muerte de la Grecia clásica es poco lo que tuvo que ver el permanente enfrentamiento y hostilidad entre espartanos y atenienses.)

Mas si ahora venimos al individuo, se convendrá en que la edad por excelencia del encantamiento es la infancia. Nadie como un niño ve a tal punto el mundo encantado y fuente permanente de encantamientos. De donde cabe deducir –creo yo– que el desencanto supone la verdadera y definitiva superación de la infancia, el rito de paso que marca, como ningún otro, el fin de ésta y el comienzo de la edad adulta. (No ignoro, empero, que algunos permanecen toda su vida rodeados de hadas y convencidos de la eficacia de hechizos y sortilegios) Y, desde este punto de vista, no es el desencanto enfermedad del espíritu, sino lucidez. No se trata tampoco de indiferencia o resignación; ni siquiera de ese sano escepticismo que es ganancia de los años y la experiencia, sino simple pérdida de ingenuidad. Más que un desengaño, particular o generalizado, es la adquisición de la habilidad para desengañarse; habilidad que se adquiere pronto o no se adquiere nunca. Es –me atreveré a decirlo también así– una suerte de pérdida de virginidad. Hay una primera vez para el cuerpo y la hay para el espíritu. Y es ésta una virginidad que conviene perder no mucho más tarde que la otra (suponiendo, claro es, que la pérdida de ésta no se demore hasta pasados los treinta).

Cuenta Juan Benet [«Barojiana», en Otoño en Madrid hacia 1959] que en una ocasión en que un periodista entrevistada a Pío Baroja, acaso con motivo de alguno de sus cumpleaños, pasados ya lo ochenta, al ver que no conseguía de éste otras respuestas que no estuvieran cargadas de quejas y de protestas, y deseando obtener de él algún pensamiento optimista, o al menos no tan negativo y pesaroso, le pregunto finalmente: «Pero a fin de cuentas en general se encuentra usted bien, ¿no es así?». «No, señor –respondió don Pío–, en general me encuentro mal, bastante mal. Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal». Se trata de una de tantas anécdotas que prueban, en opinión de Benet, que Pío Baroja «del desencanto había hecho su primera línea de defensa». No entro en ello. Aunque más me inclino yo a pensar que lo que le sucedía a Baroja es lo mismo que con anterioridad –según conjetura Plutarco– le sucedió a Licurgo, a saber: que

«había alcanzado esa edad en que tanto seguir viviendo como dejar de hacerlo nos va bien, si así lo queremos» [Vidas paralelas, I: «Licurgo», 29, 7];

lo que supone no sólo ver completada una vida, sino también completarla sabiamente. Y con fortuna, porque, después de todo, con esto de la vida sucede lo mismo que con una amante: preferible es cansarnos de ella antes de que ella se canse de nosotros. ¿Egoísmo? Es muy probable. Pero uno ya ha aprendido hace mucho tiempo que si no a ser plenamente feliz, al menos se puede aspirar, razonablemente, a sufrir lo menos posible.

En cualquier caso, quiero insistir en que el desencanto –al menos tal como yo lo entiendo– no debe confundirse con la indiferencia o la aceptación resignada, tampoco con la apatía (en el sentido más noble del término) o la decepción, sino que es actitud que las precede a todas y, llegado el momento, las hace posibles. Un necio que se halle plenamente encantado consigo y con el mundo jamás conocerá ninguno de esos estados anímicos, porque en su ingenuidad verá el universo habitado por fuerzas benéficas que en algún momento le serán propicias, y sin importar cuál haya sido su pasado –jamás la experiencia vencerá a su entusiasmo– se verá a sí mismo como acreedor de un futuro siempre glorioso. Y si tal convicción aumenta su bienestar, no será más que al precio de incrementar su estupidez.

El desencanto consiste en comprender que al igual que tantas ilusiones forjadas en la infancia y la primera juventud se han resuelto en nada, es más que probable que otro tanto suceda con la vida toda. Se trata, pues, de un antídoto contra la ingenuidad y el entusiasmo. El desengaño, la decepción o la indiferencia vendrán más tarde, en medida más o menos variable: el desencanto no es sino aquella capacidad que nos permite comprender que todo eso no es menos natural que los momentos dichosos que, también en medida más o menos variable, nos depare la vida. No es, pues, tanto un estado como una disposición; menos una forma de ver el mundo y estar en él que una forma de estar preparados para verlo y vivirlo, de ser el caso, encogiéndonos de hombros. Sólo un imbécil es inmune al fracaso: el resto necesitamos vacunarnos. Tal es la función del desencanto. Y, vacunados, nos hallaremos en condiciones de hacer frente a la adversidad, diciendo, con Rousseau:

«Estos males son grandes, pero han perdido toda su fuerza sobre mí desde que he sabido soportarlos sin irritarme» [Les rêvieres du promeneur solitaire, VIII].

Al desencanto le seguirán o no el desengaño, la decepción o la indiferencia: él por sí solo no es otra cosa que la capacidad de hacerles frente, si es preciso, con la lucidez y la serenidad que proporcionan el saber que lo que hay es todo lo que puede haber, y que nos hallamos solos, sin dioses protectores

–Quid enim inmortalibus atque beatis

gratia nostra queat largirier emolumenti,

ut nostra quicquam causa gerere adgrediantur?

[«Pues, ¿a unos seres inmortales y felices

qué provecho puede aportar nuestra gratitud

para inducirlos a hacer nada en nuestro interés?», De rerum natura, V, 165-167]– ni destinos a quienes culpar.

«La culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas, sino en nosotros, que no somos más que esclavos» [Shakespeare, Julio César, Ac. I, Esc. II].

A.F.T.