La Economía, pese a gozar del status de “ciencia”, acumula
el mayor número de preconceptos, falacias y leyendas que se puedan encontrar en
el universo científico. Quizás la explicación haya que encontrarla en su
denominación exacta: Ciencia Social y, en consecuencia, sometida a los
arbitrios de la libertad de elección, coacción, miedo e incertidumbre, codicia
y hasta estupidez que caracteriza el comportamiento humano.
Quizás uno de los conceptos clave de la economía clásica de
mercado haya sido el del “trabajo”, afinado por el señor Carlos Marx con su
aportación de la “fuerza de trabajo” y posteriormente refinado por Engels. Como
ya se sabe, esta precisión acabó derivando en la materialización de un
escenario desigual, presidido por la plusvalía, el plusproducto, el binomio
irreconciliable obrero – capitalista y todo
lo que sigue. Sin embargo, la interpretación del concepto “trabajo” ha acabado
pasando factura en nuestros días, tiempos en los que cuestionamos el sagrado
principio de la división del trabajo y reconocemos la universalidad del talento
y el valor real del conocimiento.
Pese a que Don Carlos definió la fuerza de trabajo como la
capacidad de realizar una actividad laboral, “física o intelectual”, su
atención se centró fundamentalmente en el trabajo físico identificándolo de
paso con aquel que acostumbra a realizar el proletario, después obrero,
posteriormente operario y finalmente, hoy en día, “persona”. De resultas de
todo lo cual, hoy es difícil hablar genéricamente de “personas” en la empresa
sin que más de uno arquee las cejas y esboce una torva sonrisa compresiva y, en
consecuencia, displicente.
Fijémonos, por ejemplo, en una de las distintas versiones de
generación de valor a través del cambio estratégico: la innovación. Aunque el
discurso abogue por la universalidad de áreas de intervención y protagonistas
del cambio, la realidad en más del 80% de las ocasiones demuestra que es un
paraíso vedado para todo aquel que no exhiba, al menos, una titulación
académica superior. La innovación en lo que a su generación se refiere, asienta
sus cuarteles lejos de las tareas productivas directas y tan sólo se dirige a ellas cuando de
materializar algunas de las ideas se trata. En el mejor de los casos, admitimos
una participación en bruto que se traduce en la oportunidad de sugerir ideas
aunque, en muchas ocasiones, lo que aparecen son quejas y reclamaciones que
acaban por enfriar la voluntad democrática original. Sin embargo, no es que el
operario sea malvado o quejica por naturaleza. Las más de las veces, no se le
ha explicado qué se pretende, por qué se le pregunta y, menos aún, para qué se
les necesita. No, no crean, no exagero demasiado.
Corren ríos de tinta y grafismos virtuales en torno al
Talento, el Conocimiento, el Capital Intelectual, el Intangible y las manzanas
de Normandía que, en realidad, son de Asturias, como todas las cosas buenas.
Sin embargo, este optimismo desatado no se corresponde con la identificación de
los protagonistas a pie de obra. Hablamos de los Trabajadores del Conocimiento y
nos olvidamos del operario que realiza los recuentos en el almacén, alabamos
las excelencias del Talento y apenas si recordamos al responsable del
mantenimiento preventivo de la línea de producción, nos dejamos mecer por las
excelencias del gran capital intangible de la empresa y apenas si contamos con
las “personas” que trasiegan en la plataforma logística.
Una vez más, equivocamos el camino.
Una vez más, hablamos del Señor Director, Don Ingeniero de
Sistemas y Fulanito el de la tuerca mientras nos admiramos de la gran eficacia
germana, la envidiable capacidad creativa californiana o la mente abierta de
suecos y finlandeses. El matiz radica en que aquí hay diez o doce señores por
empresa, doscientos “don” y un montón de fulanitos que, además, cada día se creen
menos lo que dicen “los de por ahí arriba”. En Alemania, por ejemplo, hasta
el último fulano es señor y, sobre todo, se honra de ser un “señor
profesional”. Si en España se vive mejor porque el currante es Manolito el
Chispas que, además, se mete entre pan y pan una tortilla de patatas de esas
que hace su santa señora, la Loli, a eso de las once de la mañana y, por si
fuera poco, para el tajo al menos hora y media por aquello de la tertulia,
cafelito y demás, pues, la verdad, igual hay que cuestionarse el tirar para
Australia a criar canguros y conejos de corral.
Es sano tener innovación en la empresa, calidad, talento,
conocimiento y hasta un spa, pero mejor nos iría si comenzáramos por conseguir
lo más básico: CULTURA EMPRENDEDORA INTERNA, algo que todo el mundo comprende,
muchos esperan y, sobre todo, daría sentido a todo lo anterior, amen de generar
ahorro y valor.
Hasta ese momento, departamentos como el de Recursos
Humanos, podría iniciar la revolución interna cambiando su denominación por una
más idónea y oportuna: RECURSOS HUMANOIDES.
Buenas tardes y, sobre todo, buena suerte.