¿Desde cuándo no vivimos ligados a un teléfono en el bolsillo? Yo al menos, ni lo recuerdo.
De lo que me he dado cuenta, como era de esperar es de la absoluta dependencia que tenemos todos y cada uno de nosotros al teléfono, y que cuando éste falla, parece una catástrofe, que nos falta algo, como el aire que respiramos, que nos frustra y nos hace vulnerables. Pero no es así. No tiene porqué serlo.
Al principio sí sentía la necesidad de tener que mirar el What´s App, pensar si me estaban hablando, de que me perdería algo importante, alguna llamada que no podía no contestar… pero no, la vida seguía igual. Tengo que reconocer que el mayor problema lo tuve para hacer planes, ya que hoy absolutamente todo se gestiona en línea, ya sea tomar un café, jugar un partido de fútbol u organizar una cena con amigos. ¿Pero, y la sensación de volver a ir a buscar a un amigo tocado el timbre de su casa? Y que el padre le diga “te han venido a buscar”, o que luego nos llamemos al fijo de casa, o simplemente quedemos a una hora concreta en un sitio. ¡Aunque parezca increíble, sí se puede!
También reconozco que esto ha sido posible en la cercanía que da un pueblo pequeño, y que en la ciudad hubiese sido mucho más complicado, pero ha sido una bonita mirada al pasado por lo menos.
Existe una gran sumisión de la sociedad a la tecnología, no somos capaces de organizarnos ni de gestionar nuestra propia vida sin ella, pero tenemos que pararnos un poco a pensar cuánto bien nos hace y cuánto no, los riesgos que la misma conlleva (no nos olvidemos de la gente que vive enganchada a las rrss, lo fácil que es encontrar contenido poco apropiado en Internet, o lo fácil que se puede hoy en día por ejemplo apostar y la cantidad de personas que están con cuadros de ludopatía y otras enfermedades derivadas).