<-- Introducción
El arroyo de aguas cristalinas corría entre los árboles de la misma manera que lo haría un grupo de niños recién salidos de la escuela. El deshielo de la primavera hacía que sus aguas, abundantes y frías, avanzasen rápidas a través de aquel bosque, saltando y levantando espuma sobre las rocas que encontraba a su paso. Serpenteaba ruidoso, anunciando con su sonido equilibrio y armonía y emanaba tal energía, que mucho antes de llegar a su lado, ya se advertía el frescor y el verdor de sus orillas. Esos efluvios atraían de forma irremediable a todos los animales del bosque, junto con todos sus insectos. La algarabía de pájaros, chicharras, abejas, ciervos y mil especies más que el oído humano apenas puede identificar, mezclada con la del agua al correr, era un canto a la naturaleza que ningún ser vivo podía ignorar. El arroyo era la arteria principal del pequeño valle por la que fluía la vida.
El grupo de hombres, que llevaba caminando un buen rato, sintió, al llegar a las proximidades del arrollo y por un momento, una gran paz interior. El motivo de su excursión era trágico, pero incluso en aquellas circunstancias, ante aquel espectáculo de la naturaleza, se sintieron, por un segundo, felices. Aquel lugar les trasladaba, sin apenas esfuerzo, a una infancia inocente y alegre. Todos ellos vivieron esa extraña sensación de ser intrusos ante el misterio; esa misma sensación que sentirían si se hubiesen subido a un alto muro para mirar, a hurtadillas, como Eva se bañaba, desnuda, en el Edén. Pero aquel descubrimiento mágico, como todos los de éste tipo, duró apenas un instante. Enseguida se vio empañado por la causa de la caminata. Aquella postal paradisíaca quedaba manchada por el cadáver de la joven, que también estaba desnudo, que también parecía algo mágico, allí tirado, quieto, en un eterno silencio, pero que anunciaba tragedia y dolor.
Del grupo, formado por seis personas, solamente se acercaron al cuerpo dos hombres. Los demás se mantuvieron distantes, atemorizados por los sentimientos contradictorios que la escena les provocaba. Todos miraban a la mujer y a la vez sentían la necesidad de no hacerlo. Ella, joven y guapa, tenía un cuerpo voluptuoso. Piel blanca, grandes y firmes senos, caderas curvilíneas, largas piernas y una cabellera roja que brillaba como las llamas del infierno. Estaba tumbada boca arriba, a la sombra de un enorme chopo que crecía junto al arroyo. Tenía los brazos extendidos, separados del cuerpo y las palmas de las manos hacia arriba. Las piernas estaban abiertas, mostrando el pubis en una pose que incomodaba a los allí presentes. Uno de los hombres que se acercó al cadáver se quitó la chaqueta y trató de cubrir el cuerpo, pero el que lo acompañaba se lo impidió con un gesto de su mano izquierda. El deseo de mirar y la vergüenza de hacerlo hizo que los cuatro hombres que habían quedado retrasados se sintieran incómodos. Sin atreverse a mirarse los unos a los otros, le dieron la espalda a aquel macabro espectáculo. Todos, aquella noche, sufrieron pesadillas.
La mujer llevaba desaparecida más de un mes y su cuerpo fue encontrado por un pastor que se había apartado, por casualidad, de su camino habitual. El pobre hombre creyó en principio que había descubierto un ángel caído, mas que nada por la blancura y belleza del cadáver y la hermosa cabellera roja que el viento movía sobre aquella cara angelical. Pero enseguida se dio cuenta de que estaba contemplando el escenario de un terrible asesinato y corrió hasta el pueblo sin atreverse a mirar atrás. Nada más llegar, informó de su descubrimiento al alcalde, quien a su vez avisó a la cuadrilla de sus habituales y al médico del pueblo, no ya porque tuviese esperanzas de que hiciese algo por la vida de la chica, cosa impensable, sino más bien porque era el único hombre ilustrado y podría hacerse cargo de los trámites burocráticos que originaba siempre el descubrimiento de un asesinato. A finales del siglo XIX aún quedaban muchas zonas en el país sin una policía profesional y los alcaldes, agricultores medianamente influyentes de estos pueblos, eran los encargados de todos los trámites, que se resumían en redactar un informe, lo más completo posible, a la justicia de la capital y esperar, en su caso, la respuesta; aunque si el muerto no era persona conocida y respetable, está nunca se producía.
El médico, que era quien había impedido al alcalde cubrir el cuerpo con su chaqueta de pana, miraba alrededor, buscando algún tipo de huella. El encontrar un rastro que seguir sería algo importante en aquel lugar tan apartado. Pero no había nada. Entonces, decidió centrarse en el cuerpo y tratar de averiguar cómo había muerto. Miraba con atención su cuello, marcado por unas enormes marcas azuladas en forma de terribles garras enfrentaras en la garganta.
–Parece que la han estrangulado por la espalda –dijo el doctor–. Ayúdame a girarla.
Con mucho respeto, los dos hombres le dieron la vuelta al cadáver. El alcalde, nada más terminar la maniobra y mirar las espaldas de la chica, se giró y comenzó a vomitar. El médico aguantó el tipo, aunque se tapó la boca con las manos. El cuerpo había sido completamente descarnado, viéndose perfectamente la columna vertebral y las costillas. No había pulmones ni riñones, ni ningún órgano interno. Todo estaba relleno de esparto, como si el asesino hubiera dejado a medias un trabajo de taxidermia. Tampoco había sangre, ni fluidos… ¡Nada más que huesos y esparto!
–¡Dios mío! ¿Qué es lo que han hecho con esta pobre mujer? –gritó el médico. Manteniendo aún la mano derecha sobre su boca, hizo con la izquierda un gesto a los hombres rezagados y les ordenó que tapasen el cadáver. Ninguno fue capaz de acercarse lo suficiente como para colocarle la lona que llevaban, por lo que el médico se la arrancó de las manos al que la portaba y rápidamente, con gestos profesionales, envolvió a la mujer.
Caminaron en silencio hasta el pueblo. Dejaron atrás el chisporroteo del agua y el canto de los pájaros, aunque ninguno de ellos los escuchaba desde hacía mucho tiempo. Enfrente el sol comenzaba su descenso a los infiernos, y ellos apretaban el paso para que la noche no les sorprendiera en aquel bosque. Al final, extenuados por la caminata y la pesada carga, tanto física como espiritual, vieron las luces del pueblo, cubierto ya por la noche. El grupo regresó al refugio de la población, al hogar del hombre.
El médico, ya en su casa, cenando frente a la chimenea, pensó que quizás, tras aquel extraño viaje, también habían llegado esa noche al hogar del asesino, pues el pueblo era la población más cercana y la única desde donde se podía acceder al arroyo. Aquella idea lo hizo estremecer. ¡Era posible que tuviese como vecino a un monstruo como el que había sido capaz de disecar a la mujer de aquella forma! Pero enseguida trató de quitarle importancia al pensamiento. ¿Cómo era posible haber estado en un lugar tan maravilloso y permanecer aún aterrado? ¿Cómo el acto de un ser humano podía ser tan terrible? ¿Acaso no era más poderosa la obra de Dios que la del hombre? A la mañana siguiente descubriría que quizás el hombre no tuviese tanto poder.