–Lo sentimos, pero tu evaluación del desempeño está por debajo de la media–. me dijo la de recursos humanos mientras leía de reojo mi nombre en la hoja de despido–. Joan, te invitamos a salir de la empresa. Tómate el resto de la tarde libre para recoger tus cosas, y no se te olvide entregar la tarjeta para poder borrar tus datos de SAP; a partir de mañana ya no debes existir en el sistema.
Sentí asco de aquella siesa. Me imaginé agarrándola de los pelos y golpeándole la cabeza contra la mesa, pero no es lo tradicional en estos casos.
“Cuatro años en esta empresa y así me lo agradecen”. De camino a mi cubículo, sólo una compañera levantó la cabeza de su ordenador. No me dijo nada, se encogió de hombros y suspiró aliviada cuando le confirmé que yo no tenía hijos a los que alimentar.
–Eso sí, estos se van a joder porque les dejo demasiados temas abiertos de los que soy el máximo responsable– murmuré, creyéndome todavía imprescindible. Por más que quisiera aguantar el tipo, aquel anuncio me cayó como un jarro de agua fría y ni siquiera volví a encender el Mac. No quería que nadie me viera con los ojos lagrimosos así que en menos de diez minutos ya estaba en el coche con todas mis cosas empaquetadas.
Hora y media más tarde aparqué a tres manzanas de distancia de casa. Aún no puedo creer que me hayan despedido. Con la mano derecha me encendí un cigarro mientras con la izquierda twitteaba la desgracia. Estaba loco por hablar con Marianela por Skype pero necesitaba gritar al mundo que ya no trabajaba para aquellos hijos de puta. “Me fui demasiado rápido –pensé– debí haber copiado todos los archivos del ordenador para planificar un contraataque”. Ya era tarde. Abrí la guantera, saqué los auriculares y encendí el Ipad. Subí el volumen al máximo y me dirigí a casa.
Cuando abrí la puerta del piso la música aún estallaba en mi cerebro. Mi vieja seguía hundida en aquel sofá, el cuero estaba pegado a su piel desde hacía días, quizá semanas. Un vaso con hielo y la botella de jotabé medio vacía era todo lo que decoraba la habitación. Nos cruzamos la mirada durante un par de segundos, sería que habría anuncios en la tele. Entré en mi habitación y cerré la puerta. Gracias a Dios, Marianela me estaba esperando en el Skype, ya tenía ganas de hablar con alguien.
Este texto ha sido previamente publicado en el blog del colectivo literario Entre Aldonzas y Alonsos