Nebraska (2013) de Alexander Payne es un mínimo y sosegado relato que da a entender bastante más de lo que muestra, una de esas películas que se disfrutan porque, sin dejar de ser cercana y cotidiana, roza tangencialmente alguna verdad universal; en este caso algo acerca de lazos familiares quebrados y de últimas oportunidades. No exenta de humor (en el que destaca June, la esposa del protagonista), que roza el absurdo y la socarronería en varias ocasiones, que funciona igual que una mina de fragmentación: arrasando con lo que tiene más cerca. Pero por encima de todo Nebraska es un drama sobre el paso del tiempo, la decadencia física y la imposibilidad de conocer a nuestros seres más cercanos. Un argumento tan habitual en estos tiempos que ha hecho falta un buen trabajo de guión (escrito por Bob Nelson, un debutante en largometrajes) y de dirección para convertirlo en película.
Rodada en blanco y negro, Nebraska cuenta la historia de un anciano (interpretado por Bruce Dern) obsesionado con cobrar un premio millonario que en realidad es un timo (un clásico de la mercadotecnica más rancia y pasada de moda). A pesar de las evidencias en contra, su hijo Will decide llevarle en coche hasta Lincoln (Nebraska) y que se convenza de lo inútil de su propósito. Como es de esperar, el viaje se convierte en algo más que un itinerario geográfico, una aventura de infalible final cuyo interés reside precisamente en lo que les sucede durante el trayecto. Payne insiste --al igual que hizo con muy buenos resultados en Los descendientes (2011)-- en narrar sorteando el drama obvio: le basta con terminar la escena cuando el espectador comprende que una inevitable explosión de sentimientos lo llenará todo. Y aunque sea totalmente sincera y justificada, como no aporta nada a la historia, simplemente lo omite. A Payne no le va nada el drama basado en las reacciones; prefiere emplearse a fondo en los diálogos. Y no precisamente en lo que dicen los personajes, sino en lo que queda flotando cerca de sus palabras: anécdotas de juventud, recuerdos, exnovias, examigos, primos exconvictos... familiares directos convertidos en unos extraños irreconocibles. La vida de ambos protagonistas (padre e hijo) se ve alterada no sólo por el revuelo que su aparición provoca en su pueblo natal, sino por las cosas que cada uno descubre del otro.
La película recurre a la simplicidad fotográfica y de encuadre propia de Jarmusch, a su manera behaviorista de retratar situaciones y personas; pero en lugar de superponer un argumento hecho de situaciones inconexas, sin apenas contenido (aunque no exentas de encanto), Payne añade una historia, unos personajes y un punto de vista que recuerdan mucho al primer Wenders --el que descubrimos en Alicia en las ciudades (1974)--, donde el viaje era la excusa perfecta para aflorar una nueva e impensada perspectiva de la vida y el amor también, o para recrearse en la tristeza y la decepción que destilan ciertos episodios --inesperados, extraños, ridículos, divertidos-- de la vida diaria. Creo que la película se beneficia de lo mejor de ambos cineastas, un mérito que atribuyo al cine tan interesante que últimamente nos ofrece Payne.
Que nadie espere grandes revelaciones, ni un punto de vista definitivo sobre las relaciones padre/hijo emocionalmente distantes, ni sobre los filmes de viajes; la cosa es que --igual que los protagonistas-- basta con disfrutar mientras asistimos a una cuidada selección de instantes que, en otros filmes, pretenden ser abiertamente definitorios, pero que aquí se limitan a augurar un significado profundo que no acaba de concretarse, que no sabemos, queremos o podemos alcanzar. Renunciar también.