Resulta que allá por los años sesenta del siglo XX a alguien se le ocurrió echar al lago Victoria (Tanzania) unas crías de perca. Este suceso aparentemente inocuo desencadenó una diabólica secuencia de acontecimientos con resultados devastadores para el medio ambiente y para la especie humana. Pero es ahora, cuando Sauper se molesta en remontar esa cadena de consecuencias y causas, cuando podemos comprender muchas y tristes verdades: la más importante, que la suma de nuestros pequeños y --aparentemente-- aislados egoísmos, desata una devastación impensable sobre nuestro planeta; la más escandalosa que, si no nos apetece, no hace falta que seamos conscientes ni nos preocupemos de nuestras acciones. El filme de Sauper viene a decirnos que esa cosa que llamamos «civilización» o «Cultura» (para diferenciarla de la «Naturaleza») se comporta mediante leyes igual de crueles e implacables que las que formuló Darwin. La suma de las inconsciencias individuales y el azar revelan que existe una extraña variante de los principios de la evolución natural que se aplican también a las comunidades humanas y a los sistemas económicos capitalistas.
Porque quien introdujo la perca en el lago Victoria no tuvo en cuenta que es un animal depredador que acabaría con las más de doscientas especies endémicas, incluidas las plantas y los fondos marinos. A esta debacle de la fauna hay que añadir la proliferación incontrolada de jacintos de agua (desde 1990), que está provocado el agotamiento de los niveles de oxígeno del agua, y el vertido constante e incontrolado de residuos domésticos, industriales y agrícolas al lago. A pesar de esta concurrencia de factores letales, en las orillas del lago se suceden numerosos pueblos y ciudades, haciendo de la zona una de las más densamente pobladas del planeta. Y también numerosas empresas que se lucran de la sobrexplotación de las percas que se capturan en el lago, sin importar la toxicidad de las aguas y de los propios peces.
Porque la pesca y las industrias afines son la principal y prácticamente única actividad económica de la zona: atrae a gente de los pueblos del interior para trabajar en los barcos o en la industrias, pero también a mafias, proxenetas, traficantes de droga, curas, desheredados, prostitutas, maleantes, buscavidas, huérfanos y gente humilde que sólo busca sobrevivir. Todo bien mezclado. Y en la cima de este montaje están los aviones (pilotados por mercenarios rusos) que diariamente aterrizan para llevarse la perca limpia y debidamente envasada con destino a la Unión Europea (que exige, eso sí, que las industrias cumplan con las normativas higiénico-sanitarias, no sea que los consumidores europeos enfermen por su culpa). Aviones que llegan cada día cargados de... nada y se marchan repletos de pescado. Los ingresos por la exportación del pescado no sirven para comprar mercancía ni para atraer capitales, tan sólo para enriquecer a quien se lo lleva. Un ejemplo concreto, manifiesto y repugnante del expolio de recursos que soporta África, pero también de los podridos cimientos que sostienen las pomposas ceremonias de la Organización Mundial del Comercio y la basura que escupe constantemente en sus declaraciones sobre los beneficios de la liberalización del comercio mundial.
La película se toma su tiempo para retratar este panorama desolador, sin escatimar detalles: testimonios de empresarios que revelan más de lo que creen, de personas desesperadas que viven de y con los desechos del pescado (recogidos de los vertederos, fritos y vendidos a la población), de curas que cuentan los estragos del SIDA en las poblaciones costeras, de los malos tratos que sufren las mujeres (especialmente las que se relacionan con occidentales) y del contrabando de armas que, finalmente, gracias al tesón y la audacia de Sauper, los rusos confiesan que llevan a cabo con la boca pequeña.
El lago morirá por atrofia, las percas se extinguirán, las fábricas cerrarán porque ya no habrá nada que limpiar ni envasar, la gente se marchará, morirá de SIDA, será asesinada en guerras que fructificarán gracias a las armas o, simplemente, desaparecerá sin dejar rastro sobre el planeta ni secuelas en nuestros informativos y conciencias. Los aviones aterrizarán en otros lugares, y los lineales de nuestros supermercados se llenarán de otros productos que no nos importa de donde vengan, sólo que sean baratos. La naturaleza y la civilización logran aquí una simbiosis destructiva que es como una sinécdoque casi perfecta de nuestras contradicciones como especie y como civilización. Daría lástima si no estuviéramos vomitando.
La pesadilla de Darwin compartimenta, conecta, desarrolla y expone con la simple crudeza que implica poner la cámara y rodar (en ocasiones capturando una realidad que resulta difícil mirar sin sentir náuseas, lo advierto); arrastrando hacia la luz y con gran esfuerzo un pedazo del capitalismo que no vemos porque no queremos. Los motivos, las causas, las consecuencias y las circunstancias de los acontecimientos que presenta remiten directamente a los desastres ecológicos y económicos que provocamos gracias a nuestro incesante afán de explotación. Se trata de un filme necesario a pesar de lo desagradable, doloroso y/o repulsivo que puede resultar y que debería incitar al debate en las escuelas o en tantos y tantos foros adultos sobre economía, sociedad y ecología. Un documental de revisión casi obligatoria, por respeto a un elemental principio moral. No es fácil: digerir las consecuencias de lo que describe en cuanto el espectador se deja envolver por el relato requiere una predisposición generosa e introspectiva; es la única manera de tentar a la reacción ética de las personas. Si esto no nos convence ni nos moviliza podemos darnos por muertos y extinguidos como especie. No exagero.