DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXII) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS SE ALEJA DEL MUNDO #JohnKeats200aniversario

Por Asilgab @asilgab

Las campanas de las iglesias me anuncian que la vida continúa detrás de las paredes de la casa donde habito. El tiempo sigue su curso sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. Las manecillas del reloj se me antojan cuchillas que mientras avanzan ejecutan vidas… mi vida. Intento guardar las formas, pero dentro de mí ya no existe un espacio para los modales que tanto he valorado siempre. Siento como si todo mi cuerpo estuviese en una constante huida. Yo intento detenerlo, pero, como las hordas enemigas que trepan y asaltan las altas murallas de un castillo, mi defensa es inútil, lo sé. Ya no queda tiempo para nada, casi ni para las despedidas. Ese espíritu maligno que a veces se apodera de mí me hace envidiar todo aquello que ante mis ojos es inmortal, como inmortales son los libros de nuestra biblioteca o la tetera donde calentamos el agua cada mañana. «¡Qué ironía!», pienso. El poeta capaz de convertirse en pájaro o transformar su yo poético en una urna griega es incapaz de asumir el paso del tiempo. Tampoco imaginé que, fuera de mi cuerpo, el más inaccesible de mis deseos sería tener que enfrentarme a la inmortalidad de mi alma; ese pequeño espacio que estando dentro de mí saldrá fuera de mi cuerpo para vagar por el campo entre margaritas y praderas. Esa melancolía que se acomoda dentro de mis sentidos cuando todo está perdido es la que me lleva a plantearme qué es la ironía sino «la melancolía como unión de dolor y gozo que me pone en contacto con la belleza». Si pudiera atravesar la barrera de mi desesperación, edificaría grandes murallas contra ese sentimiento de fracaso que supone asumir mi propia muerte. Dejar de existir no es solo morir, sino también la mayor de las limitaciones a la que se puede ver abocado un ser humano y artístico. Morir es dejar de escribir y soñar que puedes volar como un pájaro. Morir es caer en la mayor de las indeterminaciones. Morir es… Me toco la cara… y, al acariciar mi piel, el tacto, en parte húmedo y en parte áspero, me deja sin aliento para poder continuar.

Mi enfermedad me ha convertido en una persona peor, lo sé. Para dar fe de ello, solo tengo que pararme a escuchar las voces de los romanos que se cuelan hasta mis oídos a través del cristal de la ventana. Son sonidos cargados de vida que, a mí, ahora, me parecen insolentes. Soy consciente de que la soledad del enfermo me ha convertido en un ser más suspicaz y envidioso con todo aquello que tenga que ver con la vida. Incluso mi retiro forzado de la vida social me ha hecho mirar con recelo a mis amigos, a excepción de a Severn y al doctor Clark. En mi contra tengo el ideal de hombre que para mí representa Shakespeare, el único que ha conseguido «aunar la posibilidad de la pérdida de la identidad real con la plena convivencia con el misterio». Menos mal que esas olas de odio me abandonan tan rápidamente como me atraviesan el corazón, y enseguida me someto a la razón y al juicio de la tolerancia: «los hombres deberían soportarse unos a otros, no existe hombre que no pueda ser despedazado, que no tenga su punto flaco… y el camino seguro de la amistad es, primero, conocer las faltas de un hombre y luego mantenerse pasivo; si después de esto este hombre le atrae a uno insensiblemente entonces uno no tiene fuerza para romper el lazo». De ahí que mi amiga la tolerancia enseguida me haga arrepentirme del daño que les pueda hacer a aquellos de mis amigos a los que de verdad amo, por mucho que ninguno de ellos esté aquí, a mi lado, en disposición de velar mi muerte. Para aliviar mi desdicha, a veces me siento junto a la ventana del salón, justo cuando la plaza permanece desierta. En ese instante de consuelo, contemplo la soledad petrificada que me rodea tras las paredes de nuestra oscura morada. «Casa de tormento y desdicha, de adioses interminables y fiebres no deseadas», pienso. Extraño refugio para un poeta que solo buscaba la belleza y que ahora se tiene que conformar con explorar sus propias cenizas. ¿Cabe una mayor ironía dentro de mi cuerpo que conocer la pronta fecha de su muerte? ¿Puede una vida quedar plasmada en un soneto? En el auxilio que aún me proporcionan mis recuerdos, todavía soy capaz de recordar mi afición por el boxeo y el día que me enfrenté a un oponente más alto y fuerte que yo; una cita tenebrosa con mi destino, de la que a pesar de todo, no salí mal parado. «Antes era capaz de pelear sin guantes, y ahora soy incapaz de proporcionarme un poco de consuelo», me digo resignado. Las barreras de mis defensas han sido abatidas por los guerreros del destino que, como el viento que mece los cipreses, acunan mi futuro sueño eterno. La única tabla de salvación que tengo a mi lado es la poesía y en ella busco refugio hasta que termine esta tormenta; «tormenta de oscuras nubes y de palabras sin pronunciar», pienso. Desafiando a mi negro designio, me agarro con todas las fuerzas que me deja todavía mi imaginación a mi último refugio, y navego hasta los días en los que Hunt y yo teníamos por costumbre hacer competiciones en las que escribíamos un soneto en quince minutos. Instantes de una gloria efímera poseída por el anonimato que, sin embargo, a mí me llevaría a querer salir de él en contra de la opinión de todos mis amigos, incluido tú. «¿Qué es la gloria?», me pregunto. «La gloria está sumergida en el poder de las palabras», me dice mi yo más reflexivo; un don que me fue revelado por ti, Hunt, protector de mis débiles anhelos que, en el inicio de mis poemas, todavía soñaba con atraer ninfas y guirnaldas con los que poder agasajarte. «Momentos cargados de ingenuidad», pienso, porque el tiempo que dibuja en el horizonte las colinas de la verdad de nuevo me lleva hasta esos momentos donde mi máxima preocupación era alcanzar una reputación literaria, como si lo más importante en la vida fuese poseer el reconocimiento de los demás sin haber explorado el propio. Nadie nos coloca en el lugar adecuado, o tal vez sí. A mí, por ejemplo, las muertes de mi padre primero, y mi madre después, me hicieron desembocar en una familia de acogida, donde el hijo del reverendo John Clarke, Charles Cowden Clarke, me hizo llegar hasta ti. Hunt, tú inundaste mis comienzos de palabras y consejos que apenas entendía, y mientras visitaba con timidez a los clásicos, componía mis primeros sonetos: «mucho he viajado por las tierras del oro, / y visto muchos reinos y excelsos estados; / he navegado por muchas islas del oeste / que los bardos guardan en honor de Apolo». Yo, que apenas había salido de Londres y sus alrededores, soñaba con muchos reinos y excelsos estados. De nuevo la ironía que impregna mi destino me hizo sentir la necesidad de viajar, pero entonces, esa necesidad me llegó a través de la poesía. Sin embargo, cuando me puse a escribir mis primeros poemas, nadie me advirtió de ese otro poder que tienen las palabras, el de la denuncia. A ti como a mí nos ha tocado vivir en una sociedad a la que le da miedo mirar hacia adelante, de ahí que en nuestro himno solo exista la palabra libertad, pero no una libertad cualquiera, sino aquella que es capaz de romper definitivamente con unas costumbres dañinas para espíritus libres y románticos como los nuestros. Hunt, tú fuiste el que me hiciste exclamar: «atacaría cualquier blanco justo, por un principio de gusto», y no me faltaba razón, pues el sentido último de nuestras vidas siempre ha sido el de la justicia que busca auxilio en la conciencia que se apoya en los valores más trascendentes del ser humano. Tus ideas liberales fueron magníficamente expuestas en el Examiner, un periódico independiente en el que vieron la luz mis primeros poemas; esos que necesitaban de tu auxilio para ser leídos. Y bajo esas muletas yo me acogí, sin llegar a comprender todavía que ese halo al final sería negativo para mí, pues mi acercamiento hacia tu poesía me hacía menos libre y deudor de unas normas que poco a poco no eran las mías. De ahí que en mi generosidad silenciosa y admiración hacia ti, llegara el día en el que comprendí que tu protección no hacía sino lastimarme. Hunt, tal y como tú me enseñaste, la poesía es el estado del alma donde más cerca se está de la verdadera libertad. Esa libertad es la que ahora recorre mi espíritu, y es la misma que transitó por nuestros corazones el día que por fin saliste de la cárcel.

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.