Roma, 15 de enero de 1821
No puedo leer ninguna carta de las que me llegan, ni siquiera me atrevo a mirarlas por fuera. Le he obligado a Severn a ponerlas a mi lado sin abrirlas. Estas cartas me destruyen sin poder evitarlo, porque, sin leerlas, sé que me hablan de la vida que sigue su curso fuera de mi cuerpo enfermo. No hay nada peor para un ser humano que no poder prolongar sus pensamientos sobre el futuro. Yo no tengo futuro, y mi persona se conjuga únicamente en pasado, pero, sobre todo, en mí se dan cita las fuerzas de un presente exultante por su ímpetu, e insípido por su monotonía, si no fuera por lo doloroso que me resulta. Por fin ha llegado el momento de dejarlo todo en manos de Severn que, a buen seguro, hallará una mejor solución a mis últimos días. Tanto es así, que suplanta la labor de los criados y, dado mi estado, incluso se le permitió que me trasladara hasta la sala de estar para que limpiara él mismo mi dormitorio. No es extraño, si pienso que llevo tres semanas sin abandonar la cama. Él lo hace todo: enciende el fuego, prepara el desayuno, arregla la cama, barre la habitación y, a veces, hasta hace la comida; la única solución posible al aislamiento al que nos someten estos desconfiados romanos. Un contratiempo que, lejos de amilanarle, le envalentonó, ya que él lo solventó con una asombrosa naturalidad hablándome del arte y de su pintura, como si todo se tratase de un pequeño revés del que pronto me fuese a recuperar.
En esta errática soledad romana, mi único consuelo se encuentra en las largas y armoniosas lecturas de Severn. Yo le reclamo los clásicos, pero, en ocasiones, nos tenemos que conformar con algunos ejemplares de periódicos ingleses que todavía nos hacen llegar. Sin embargo, pienso que ya no me resulta concedido ni el deseo de poder escuchar un poco de buena literatura, pues entre mis peticiones se hallaban los libros de Platón, Madame Dacier o El progreso del peregrino de John Bunyman, y no pude satisfacer ninguna de ellas. Menos mal, que Severn encontró en la biblioteca algunas novelas de Miss Edgeworth y, para mi sorpresa, me leyó algunos capítulos de El Quijote de Cervantes. Aunque es verdad que no todo es negativo en este camino lleno de piedras por el que transitamos, en él también hay pequeños tesoros escondidos que de vez en cuando encontramos. Para Severn y para mí, uno de esos tesoros hoy nos ha llegado de la mano de un libro cargado de esperanzas. ¿Por qué no pueden ocurrir cosas hermosas en el fango de las desgracias? Esta noche, antes de que me acogiera el primer sueño, Severn me estuvo leyendo algunos pasajes de The Rule and Exercise of Holy Dying, de Jeremy Taylor, que se encontraba dentro del volumen de sus obras que él encontró por casualidad en la biblioteca. Su lectura fue como el mejor de los bálsamos, pues apaciguó la desazón de mi cuerpo hasta llevarme al letargo más profundo. Dulce devocionario que me transmitió la bondad que últimamente solo había encontrado en la belleza de la ciudad de Roma. Me sentí como si de nuevo hubiese abandonado mi cuerpo en una rápida ascensión a los Cielos. Nadie había allí donde llegué. Nada más reinaba el silencio.
Sin embargo, este trance final no está exento de nuevos obstáculos que transcienden más allá de mi enfermedad, porque mis lamentos aún no han encontrado una salida fuera del horizonte de mis deseos. Esa necesidad de acabar con todo lo más deprisa posible es muy parecida a esa otra sensación que me acogía cuando mi yo poético traspasaba la frontera de mi cuerpo y era capaz de salir fuera de mí en busca de las ensoñaciones que, dentro de él, no podía encontrar. Pero esta vez me sucede al contrario, porque mi otro yo no se dirige hacia el exterior, sino que se introduce en mi cuerpo y aletea dentro de mí, en una especie de vuelo oscuro en el interior de una jaula de la que le resulta imposible salir. Y ahí permanezco, a la espera, cual reo que sueña con oír la sentencia que le haga libre para siempre. En esa lucha interior que no me deja descansar, mi ánimo se muestra tan quebradizo que no soporto la presencia de ningún extraño a mi lado, y mi vida se reduce a estar en mi habitación y a la compañía del doctor Clark y Severn, al que continuamente le imploro que no se aleje de mi vista. En la fatiga del combate de este interminable final, a veces me quedo sin un ápice de valor, y soy incapaz de ahuyentar al miedo que me tambalea con más fuerza que la tos asesina que corroe mis entrañas. La debilidad del miedo me hace divagar sobre cuestiones que afortunadamente enseguida olvido, pero que, cuando se apoderan de mí, creo que me son enviadas por el demonio en persona, que a su vez, se encarga de azotarlas para que me fustiguen hasta hacerme creer que ya no soy de este mundo. El otro día, en una de nuestras noches de duermevela, le dije a Severn «creo que un ser maligno debe tener un funesto poder sobre nosotros y, sobre el cual, el Todopoderoso tiene poca o ninguna influencia. Sin embargo, y a pesar de que no puedo creer en lo que hay escrito en la Biblia, siento terriblemente no tener un poco de fe y de esperanza para que se me permita descansar. Tiene que haber un libro, y sé que lo habrá, pero mi falta de fe me hace estar destinado a sufrir cada tormento de este mundo, incluso a no tener consuelo en mi lecho de muerte».
Tengo tanta certeza en el final que me aguarda, que no me ha importado hacerle la siguiente confesión a mi fiel compañero: «Severn, puedo ver bajo tu tranquila mirada una inmensa lucha… ni siquiera sabes lo que estás leyendo. Soportas por mí más de lo que hubiera resistido yo por ti. ¡Oh, si mi última hora hubiese llegado ya!».
La fiebre tiene la culpa de todo, lo sé, pero es difícil salvar esa barrera en mitad de la vigilia a la que mi enfermedad me somete. Menos mal que dentro de este naufragio, la fiereza de la tempestad ahora nos ha dado una pequeña tregua, y en este momento es Severn quien duerme en el abismo más ancestral de la noche. Se lo merece mucho más que yo, aunque no se ha quedado dormido en su cama, sino que lo ha hecho sentado sobre una silla y con la cabeza apoyada en la pequeña mesa que hace de escritorio en mi habitación. Su cabeza está rodeada por papeles en los que imagino que ha estado dibujando cuando a mi cuerpo por fin le ha cogido la bondad del sueño. Esta imagen se me asemeja demasiado a un teatro de las tinieblas, más cuando hoy la niebla amarilla del Tevere nos ha acompañado durante todo el día, convirtiendo nuestros aposentos en algo parecido a un limbo celestial. Este falso impulso lleno de misterio me hace sentir el deseo de ver lo que ha estado dibujando. Sin embargo, antes de levantarme tengo la precaución de comprobar el estado de mis pulmones, pero me parece que están tan adormecidos como mi compañero. Me incorporo y con sumo sigilo me acerco hasta la mesa donde yace la cabeza y parte del cuerpo de mi buen amigo. Entre los papeles hay un cuaderno, en una de cuyas hojas se ve «la cabeza de un moribundo. Una cabeza de ahogado, con el pelo cayéndole por la frente en mechones pegajosos, la piel de cera con una rosa de fuego en la mejilla, plegada en la boca en un rictus menos de amargura que de infinita desilusión, y las palabras del dibujante al pie de la página: tres de la madrugada. Dibujé para mantenerme despierto. Un sudor de muerte lo empapó toda la noche». No me reconozco en el dibujo que Severn ha hecho de mí, pero esta es la prueba más palpable de que ya no soy el único que sospecha la cercanía de mi muerte. Siempre tuve una última esperanza guardada dentro de mí. Una mera ilusión que me reconfortaba cuando veía la serenidad dibujada en los rostros del doctor y de Severn, pero todo era una suerte de pantomima con la que aliviar la angustia del enfermo. Ahora no me queda ningún pretexto para ir preparando el final, mi final... y en ello debo concentrar mis últimos esfuerzos, pues ya no hay ninguna excusa o razón para derrochar mi tiempo en seguir removiendo mi escuálido pasado. La celeridad que de repente ha surgido dentro de mi adormecido pensamiento me lleva a preguntarme: ¿qué vendrá detrás de la falta de alimento? Mis estudios de medicina me abocan a un conocimiento que, lejos de ayudarme, se comporta como un enemigo más de mí mismo. Sé que el doctor Clark teme que mi próximo cambio sea la diarrea, lo que culminará el desastre de mi falta de alimentación y, entonces, la debilidad gobernará mi cuerpo de una forma mucho más autoritaria todavía. Lo que por otra parte, implicará un empeoramiento de mi situación. ¿Y acaso no es lo quiero? Mis preferencias a la hora de morir se decantan por un sueño apacible, en el que, como en una ascensión a los cielos, pueda depositar el último de mis anhelos. Para ti será mi último pensamiento, envuelto en una especie de campo infinito sembrado de flores. Y a partir de ahí, quiero encontrar el silencio más profundo que me acoja en la paz de los muertos; esa paz que nunca me acogió en vida, y que me lanzó a la desesperación y a esa necesidad de poesía; el único lugar donde mi alma ha encontrado un poco de consuelo. Nada fui, nada soy y nada seré más allá de mis versos... Espacios inaccesibles donde solo reina la belleza; «la belleza es verdad y la verdad belleza». «Algo bello es un goce perfecto, pienso.»
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel