Al día siguiente pusimos rumbo a Lisboa. Nos habían dicho que los peajes en Portugal eran muy caros, así que intentamos evitarlos. Lo intentamos y lo conseguimos de tal manera que nuestro viaje se alargó más de lo previsto en carreteras secundarias, campos de olivos, detrás de camiones españoles (gallegos para ser más exactos) y puestos de fruta y verdura sembrados aquí y allá, con un solitario campesino esperando que algún coche parara para comprarle la mercancía. El sol nos acompañó todo el viaje y se colaba por la ventanilla incidiendo en mi brazo. Cuando llegamos a Lisboa el antebrazo lo tenía totalmente quemado.
Los puentes de Lisboa
La entrada a Lisboa está muy bien pensada. Por lo que pudimos comprobar hay tres puentes para entrar, dos larguísimos, bonitos y llamativos, que están al comienzo y al final de la ciudad y un tercero que está en un pueblo que hay que atravesar entero hasta llegar, después de varios kilómetros a paso de tortuga, a la capital. Los dos maravillosos puentes que te abren las puertas de Lisboa son de pago, un pago por el que poco menos que podrían ponerte una alfombra roja. Pero ambos son impresionantes. Por el que entramos, el Puente Vasco da Gama (el más largo de Europa) hacía una curva sobre el río Tajo y te daba la bienvenida a la ciudad. Vale la pena pagar la autopista de peaje que lo antecede.
Sobre el Tajo debo decir que es un río que nunca me había llamado la atención, que siempre, en mi imaginación, estaba por debajo del Guadalquivir y el Ebro en el “ranking” de ríos, pero que en Portugal tienen un inmenso cariño y todo lo bautizan con su nombre: el Tejo. Mi primera impresión fue que aquello no era el Tajo. No, no, no podía serlo. Aquello era como un mar del que a lo lejos puedes alcanzar a ver la otra orilla. A lo lejos, muy lejos, un Cristo con los brazos abiertos te espera. Las olas se balanceaban bajo el puente y llegaban hasta las dos costas. ¡Ahora va a resultar que el Tajo es tan grande como el Amazonas! Pues no, es el estuario y el Océano Atlántico que penetra en tierra.
Vista del río Tajo y uno de los puentes. A la izquierda, en la otra orilla, el Cristo con los brazos abiertos sobre un alto pedestal.
1999 versus 1979
Llegamos al hotel rápidamente con la inestimable ayuda del GPS (esta vez sin necesidad de que se enfadara). El hotel tenía buen aspecto por fuera y un aparcamiento estrecho y empinado por el que no era nada fácil entrar. En la puerta del hotel había una pegatina que ponía: “Guía Michelín 1999”. El recepcionista era un hombre de edad, uniformado, recto y serio que nos atendió hablándonos una mezcla de castellano-portugués que se entendía bastante bien. Nos entregó una funda que contenía un mando a distancia de TV, una tarjeta de plástico duro troquelada con varios agujeros y otra similar (con los agujeros en distintos lugares) que era la del “cofre”. Cuando vi aquello comencé a temerme lo peor. Mis sospechas se vieron confirmadas cuando entré en la habitación: dos camas de ochenta, una mesita de noche en el centro, un armario antiguo y sin espejo, un escritorio con la encimera de mármol, todo con aspecto inequívoco de los años setenta y una televisión plana último modelo sobre el escritorio. El cuarto de baño era más moderno, pero conservaba su secador de pelo, con aspecto de película futurista rodada en los años setenta, que había adquirido ese característico color amarillento del plástico que cubre los monitores de ordenadores viejos. Hay que admitir que el secador era buenísimo porque aún funcionaba. Todo demasiado antiguo como para que le dieran el distintivo Michelín en el 99, creo que no se lo habría merecido ni en el 89… Pero, al menos, todo estaba limpio.
Bienvenido Mr. Marshal.
El primer monumento que visitamos en Lisboa fue la catedral. Pudimos llegar a ella por calles empinadas, ya que la ciudad está sobre varias colinas y hay grandes desniveles entre unos barrios y otros.
La primera impresión fue que era bastante pequeña para una ciudad tan grande, pero es de imaginar que cuando se construyó (en plena edad media) Lisboa no contaba con un elevado número de habitantes.
Aunque tiene muros pesados y fuertes, el gótico se muestra a cada instante en cualquiera de sus rincones. Por las vidrieras entraba una suave luz dorada y los rosetones dibujaban sombras en el suelo.
- No, señor taquillero, a la “moça” no la conocemos de nada, quien viene con nosotras es Migue, el marido de Mariví.-¿Marido?Se ve que aquello no le hizo tanta gracia, la sonrisa se le congeló en los labios y se volatizó su generosidad.
El precioso claustro de la catedral de Lisboa.