Nunca me había detenido en averiguar por qué las personas habituadas a pensar por sí mismas se sienten tan atraídas por la sencilla belleza que expresan los más simples dibujos o esbozos de los grandes maestros. Ahora, al idear este artículo, creo haberlo comprendido. Nada se parece tanto al proceso de dibujar un objeto físico, con trazos negros sobre una superficie blanca, como el proceso de pensar una cosa social, con ideas claras sobre un fondo confuso.
Se puede ver enseguida que el propósito es el mismo en ambos casos. Definir, poner límites, contornear con precisión, siluetear con elegancia el objeto dibujado o la idea pensada. Pero lo llamativo, por ser inesperado en actos que requieren habilidades tan opuestas, es que los modos de hacerlo, los ritmos de vaivén entre observación y ejecución, descomposición y composición, análisis y síntesis, sean también los mismos.
Mientras se dibuja, el trazo manual va borrando la memoria gráfica que se tenía del objeto antes de examinarlo, y modificando las líneas virtuales de la visión directa del mismo. A cada instante, la mano ha de vencer la resistencia que le opone el ojo. Mientras se piensa, la guadaña mental va desbrozando de malezas culturales los lugares comunes, y cambiando las marcas habituales que la tradición, el interés o el poder ponen en las ideas.
El gran dibujo no copia las apariencias de los objetos. Entre ellas y la visión ordinaria se interpone la voluntad de mirar los rasgos de intensidad que principalmente definen las cosas cotidianas. El dibujante genial no las ve de manera distinta a la común. No existe ojo de artista, pero sí mirada creadora. Una mirada acostumbrada a ver en los objetos, cuando se detiene en ellos para recrearlos con una ficción que los represente, la intimidad que les presta el hecho de ser observados dentro de una experiencia vivida a solas con ellos, y no en tanto que cosas meramente vistas o utilizadas. Es más fácil dibujar de memoria que del natural.
El resultado final acusa la enorme distancia que separa, de una lado, lo que todos ven del mismo modo en los objetos conocidos, o entienden igual en las ideas corrientes, sin percatarse a conciencia de lo que ven o piensan, y de otro lado, lo presentado como verídico en los trazos del dibujo o lo propuesto como verdad en el discurso lógico.
Dibujar y pensar no es reflejar en un espejo indiferente las imágenes que todos ven o se hacen del mundo. El artista y el pensador comunican una experiencia. La de haber vivido con intensidad el objeto mirado o la idea pensada. Sin embargo, la sociedad reacciona de manera mucho más benévola y comprensiva a la originalidad de la visión creada por la mirada del artista, que a la novedad de la razón salida de la mente del pensador. En el primer caso, la opinión tranquiliza su sentido común creyendo en el absurdo de que los artistas ven las cosas tal como las dibujan. Eso le permite a la sociedad disfrutar del arte sin alterar su percepción de la realidad física. Es un lujo de extravagancia que puede permitirse sin peligro. En el segundo caso, la conciencia social rechaza o ignora todo argumento racional que pueda perturbar el acomodo de los pueblos a las ideas de utilidad que orientan, en sentido conservador e irresponsable, su percepción tradicional de la realidad moral.
A la intelectualidad del dibujo y a la del pensamiento les acecha también el mismo riesgo de dogmatismo. Es decir, la creencia de que son la única verdad del arte plástico o del conocimiento. Me viene a la memoria una anécdota que retrata este pecado capital. El famoso dibujante Daumier entró en una galería parisina en cuyo escaparate había un óleo de vibrante colorido y expresión desdibujada de un paisaje cercano. ¿Cómo tiene la osadía – le dijo al propietario, que lo había – reconocido de exhibir esa pintura tan escandalosa y de tan nulo valor artístico? Era un Monet.
AGT