En la homilía de la ceremonia previa al Cónclave de 2005, el Decano del Colegio cardenalicio, el entonces Cardenal Ratzinger, enunció algunos de los retos que enfrentaría el próximo Papa. En ese mensaje puso especial énfasis en un fenómeno de la cultura contemporánea, que denominó la “Dictadura del Relativismo”.
Estas palabras del Decano causaron un sonado revuelo. De hecho, para no pocos analistas, aquella homilía supuso su descalificación como futuro Pontífice, ya que esa postura era demasiado rígida y poco atenta a la sensibilidad dominante.
¿Por qué esa afirmación causó tanta conmoción? Porque el relativismo está fuertemente enraizado en nuestra mentalidad posmoderna contemporánea. Esta mentalidad cultural afirma que no existe una verdad absoluta e intemporal, válida para todos los seres humanos. Más bien sostiene que la verdad se construye en cada época de la historia: no existe la verdad definitiva o eterna sobre el hombre, sino que el hombre es lo que cada uno opina, aquí y ahora.
Actualmente, enfrentarse al relativismo es equivalente a ser intransigente, porque nadie tendría derecho a imponer una verdad sobre el hombre, ya que se parte de que esa verdad no existe. Esa oposición al relativismo significaría también oponerse a la democracia, pues como no existiría una verdad común sobre la conducta humana, cada uno puede hacer lo que desee y nadie puede calificar esas acciones como malas o como incorrectas. Pero lejos de esclavizar las conciencias hacia un patrón fijo e inamovible, Benedicto XVI pretende recuperar el auténtico significado del conocimiento como elemento liberador del hombre de hoy si se orienta en su sentido verdadero. No pretende anclarse en el pasado, sino desatar las cadenas presentes que comprometen el futuro del ser humano, pues si no existiera una verdad sobre el hombre, no quedaría más remedio que recluirse en la cuestión de lo útil, del utilitarismo, que es precisamente al destino al que nos ha conducido el relativismo. Y desde el punto de vista de la utilidad, el ser humano no pasa de ser una estadística, un efecto colateral, una pieza reemplazable: se convierte en una cosa, se cosifica.
II
Aquella famosa Homilía no fue ni mucho menos la primera vez que Ratzinger se refería a los peligros del relativismo. En un discurso pronunciado en Madrid, el 16 de febrero de 2000, el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, explicaba que el punto de referencia es la capacidad natural del hombre para conocer la verdad, subrayando que toda filosofía tiene como núcleo preguntarse “si el hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es posible esclarecer”. Sólo si el hombre es capaz de conocer la verdad, la propia existencia tiene sentido. Sólo si existe una verdad sobre el ser humano, se puede respetar la dignidad de cada persona.
En la cultura de nuestros días, la ciencia “ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad”. Lo importante es estudiar si las frases de un discurso intelectual tienen coherencia, pero no si esas afirmaciones corresponden con la realidad de las cosas. “Una cientificidad ejercida de este modo inmuniza frente a la verdad”, advertía el entonces Cardenal Ratzinger. Sin embargo, “el hombre no está aprisionado en el cuarto de espejos de las interpretaciones; puede y debe buscar el acceso a lo real, que está tras las palabras y se le muestra en las palabras y a través de ellas”. Por esa razón, nuestra cultura ha desvanecido ante las arremetidas del pragmatismo. “La cuestión no es la verdad, sino la praxis, el dominio de las cosas para nuestro provecho”. El relativismo se presenta como un liberador de todo dogmatismo, y se convierte en un tirano, que convierte al hombre en un objeto manipulable. La noción de ser humano queda a merced de quien ejerce el poder —ya religioso, intelectual o político— y no hay ninguna verdad que pueda protegerlo: porque ni los derechos más básicos formarían parte de la verdad del hombre. De nuevo el pragmatismo: los derechos se conceden, si es para utilidad del que detenta el poder.
Como se puede observar, la actitud de Benedicto XVI no es oponerse al hombre contemporáneo, sino de advertencia ante los atropellos intelectuales del relativismo que subyace en esta triple crisis (económica, social y moral).
III
El relativismo persigue básicamente disolver la verdad humana, y por consiguiente la noción misma de persona humana, es decir, en cuanto que aspiración trascendente por lo universalmente válido en la vida social, para intentar formular una idea ficticia del hombre reconstruida en virtud de un consenso dinámico afín a los intereses arbitrarios de los poderes de la coyuntura. La verdad se convierte en un pacto social voluntarista que no habilita en modo alguno a conocer si algo es bueno o malo con objetividad, porque dicho criterio depende del fin.
Lógicamente, la estructura humana y social propuesta por el relativismo sólo puede rellenarse de desconfianza social, pues la erradicación del principio de Verdad determina inexorablemente la disolución del orden social como manifestación palmaria del desorden antropológico. En este aspecto, la economía no es una excepción. Bajo el relativismo de corte economicista cotiza a la baja todo asomo de convicciones personales desarrolladas en la interrelación con el mercado, que queda a merced del positivismo (jurídico-técnico), lo que a su vez permite su autorregulación de acuerdo con los postulados del discurso liberal, progresista y capitalista. En consecuencia, un comportamiento es éticamente válido, es decir permitido por la Autoridad, sólo porque está contemplado por la norma legal, o porque la tecnología lo ha hecho posible o porque una supuesta mayoría social así lo demanda.
Frente a esta mentalidad relativista posmoderna que desemboca en la dictadura cultural del siglo XXI que ya advirtió hace más de una década, Benedicto XVI ha propuesto en su Encíclica la caridad en la verdad (Caritas in Veritate, idea valiente sobre la que sustentar la confianza recíproca y combatir el clima de desconfianza entre los seres humanos que se ha manifestado en la presente crisis económica mundial: “la caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibido debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad”. De ahí la importancia para la consecución de este objetivo de la solidaridad sobre la base del principio de subsidiariedad, que contrarresta los efectos del aislamiento derivado del individualismo mecanicista que impulsa al individuo y a la empresa a desconfiar, a no sentirse parte y a no poner nada en común con los otros, esto es, a la incomunicación.
La solidaridad (del latín solidare), es la cualidad de estar perfectamente en unidad, y dota a las personas de una misión común para trabajar por el prójimo para el mejoramiento de la sociedad. Por ello, la humanización de las estructuras económicas exige una desaparición de los principios deterministas y mecanicistas del mercado, que constituyen al fin y al cabo los productos del relativismo. Las empresas son al fin y al cabo grupos humanos para el trabajo y la producción de bienes y servicios. Comunidades humanas que se han de regir por la participación y la comunicación, lo que además estando presentes dichos factores en sus actividades debería acrecentar la eficiencia y la productividad a causa de la humanización y no a costa de lo humano.
La solidaridad está al servicio del desarrollo humano y para alcanzar este objetivo, “es necesario que el hombre entre en sí mismo para descubrir las normas fundamentales de la ley moral natural que Dios ha inscrito en su corazón”. En este sentido, subraya Benedicto XVI que “la solidaridad universal es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber”, que procede de una libertad no arbitraria sino verdaderamente humanizada. Una libertad a favor del desarrollo humano.
IV
Los ideales de la acción humana solidaria, que anida en las reservas de verdad del corazón humano, siempre se han visto nubladas por ideológicas deshumanizantes, atacadas sistemáticamente por planteamientos antivitales, que observados retrospectivamente, no hay duda que han tenido como propósito desacreditar la objetividad ética o moral.
Efectivamente el mundo de hoy no puede entenderse sin la decantación progresiva de corrientes intelectuales constructoras de la Dictadura del Relativismo, corrientes que hunden sus raíces en la Revolución de la Modernidad. En este sentido, las correlativas revoluciones políticas, sociales y económicas enmascaran en su amplio sentido una auténtica revolución antropológica de la que la sociedad posmoderna es una fiel legataria y víctima.
Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos referirnos a ciertos autores representantes de estos planteamientos hoy dominantes. Por ejemplo, Stuart Mill insistía en que nadie tiene ningún derecho moral sobre la generosidad y la benevolencia porque no estamos moralmente obligados a practicar tales virtudes con nadie .Tampoco David Hume tenía una visión muy positiva de la ética. Sostenía que entre el bien y el mal no existía ninguna diferencia porque lo que los determina son las respuestas emocionales subjetivas a la hora de actuar. Siguiendo estas influyentes posiciones doctrinales, la ética perdió su sentido clásico tradicional y pasó a ser considerada como una convención social, identificada como sentimiento, es decir, como un elemento volitivo emocional. Otros autores, desde los planteamientos nietzscheanos, la han catalogado directamente como un signo despreciable de debilidad, una rémora propia de seres inferiores y gentes angustiadas de moral esclava.
Estas premisas ideológicas fueron heredadas por las castas oligárquicas que hoy dominan los focos culturales en un contexto global de información sesgada, programación mental y propaganda política sistemáticamente inoculada por los sectores de la sociedad civil menos inmnuzados contra las mentiras oficiales. Toda esta dinámica de creciente sofisticación de la manipulación masiva, hacen ver a muchos con desesperanza el futuro y el camino de búsqueda hacia la verdad, pues negar que la verdad existe y se hace perceptible y cognoscible para el hombre equivale a sustraer a sus opciones libres toda orientación razonable.
El advenimiento de la Dictadura del Relativismo, como epifenómeno de la Posmodernidad del siglo XXI, trae consigo un espejismo de libertad sin referencias vivida por el Yo y para el Yo. Esta libertad sin referencias no permite discernir objetivamente el bien del mal, lo cual consecuentemente sustrae a sus víctimas de toda racionalidad guiada por la verdad, pues la libertad sin verdad no existe, así como el Amor (caritas) que únicamente puede fundarse en la libertad de la verdad.
Lo contrario no es sino incurrir deliberadamente en un libertinaje esclavizante para homínidos mercenarios y relativistas. Por eso, mientras no se desbloquee el sentido del conocimiento libre en tanto que búsqueda incondicional de la Verdad, no se resolverá positivamente el conflicto antropológico, que es el epicentro de la crisis mundial.