En casa. Niños aburridos. Empiezan a jugar a pelearse. Jiji jaja. Te quito esto y me pillas. Lo veo claro al instante. Se masca la tragedia: uno de ellos, si no los dos, acabará llorando. Tengo que hacer algo. A ver qué se me ocurre para evitar el drama. Ya lo sé. Haré una de esas cosas ideales que suelo ver en los blogs: un DIY. Do it yourself. He visto cosas muy chulas: láminas, pulseras, marcos con fotos… Qué buena idea.
Siempre me han gustado las manualidades. Nunca se me han dado bien. Hasta recortar lo hago regular. Durante mi última baja por maternidad, me apunté a clases de punto. Me hacía ilusión. Al entrar en el aula el primer día, me imaginaba a mis tres hijos con gorritos y cosas ideales hechas por mamá. Iba notando como el orgullo se apoderaba de mí. Pero claro, ya lo he dicho: no soy nada habilidosa. Y paciente, menos. Bueno no, habilidosa menos. El primer día, tras dos horas de obstinado esfuerzo, conseguí hacer algo… como describirlo…No hay palabras. mejor os lo enseño. Hice esto:
Jiji jaja. Ay, dame eso que es mío. Se lo voy a decir a mamy. Podría sacar las lanas que me sobraron y hacer pompones. Aunque la vez que lo intenté tampoco me salieron bien. Y ahora me da pereza. Mejor otra cosa.
¿Y si cocinamos? Con los cupcakes me pasó lo mismo que con las lanas. También me apunté a un curso. Me compré material y libros. En el fondo, es la parte que más me gusta de esto de tener aficiones: comprar el material. En casa, sin tiempo, recurrí a esos preparados a los que basta con echar un huevo y mantequilla para que salgan las magdalenas. Mis hijos me ayudaron con la decoración. Resultado: una cocina asquerosa y unas magdalenas industriales con pegotes de fondant encima. Eso sí, estuvieron entretenidos quince minutitos. No, repostería no, que tengo la cocina limpia.
Es mío, dámelo. Malo. Mamyyyyyyyyyy. Rápido, necesito encontrar una actividad ya. Magdalenas, pulseras, pompones, láminas,…Anda que no hay cosas para hacer. En Internet veo miles. Ya está, lo tengo.
“Niños, ¿vemos dibujos?”