Para mi padre.
Hace unos meses, recibí una noticia acerca de un tema judicial, que comenté con mi padre. Su reacción fue muy propia de él: “¡No es justo!”, dijo. Y acto seguido, empezó a elucubrar todo tipo de añagazas para corregir de forma inminente la flagrante injusticia.
A mi padre le hemos apodado, con cariño, “Don Erre que Erre”, como ese personaje de Paco Martínez Soria que no cejaba hasta conseguir sus propósitos, por nimios que pareciesen. Cuando éramos pequeños, era un poco fastidioso retrasar cualquier tipo de cosa porque mi padre había detectado algún tipo de desequilibrio cósmico en alguna parte, y ahí iba, como una pequeña y ceñuda gárgola, dispuesto a permanecer donde quiera que fuese, hasta corregir tamaña insensatez.
Al paso de los años, me pongo a pensar en todas esas gestiones insistentes de las que tanto nos quejábamos (¡déjalo ya, papá, que nos da igual!) y me doy cuenta de que mi padre no es que necesitase ese dinero que reclamaba, o ese papel que le daba la razón en algo, o cualquier otro objetivo material o concreto. Lo que más disfrutaba – y disfruta, que por suerte, sigue vivo e igual de peleón que siempre- era de la fe inconmovible en mover las cosas a su favor con un proceso infalible basado básicamente en una mezcla letal de razonamiento lógico e insistencia.
Muchas veces mi padre se encontraba con que la cosa que quería cambiar, en cuestión, era perfectamente justa, legal y autorizada por todas las administraciones pertinentes, pero sin embargo, chocaba por completo con su ética y sentido de “lo que tiene que ser”. Tras unos instantes de lucha interna y angustia existencial, decidía invariablemente que todo esto era una prueba clara de que había un desorden que él tenía que corregir de inmediato. Y allí iba Don Erre que Erre, y casi siempre incluso lo lograba. La tibieza y las medias tintas no encajaban con él.
De los tres hijos que tiene mi padre, quizás yo soy la que más se le parezca; los dos compartimos la misma testarudez, el mismo sentido de la justicia e idéntico amor por la lógica. Durante muchos años, la relación paternofilial fue como un constante choque de trenes: imaginaros a dos personas absolutamente convencidas de cómo tenía que ser el mundo…y con una visión totalmente diferente del mismo. Nuestras discusiones sobre religión, política o el sentido de la vida llegaban a alcanzar cotas épicas y evidentemente no resultaban en ninguno de los dos dando su brazo a torcer.
A mi padre tengo muchas cosas que agradecerle. Por ejemplo, su pasión por la música, por todo tipo de música. Toda mi infancia estuvo llena de canciones de Julio Iglesias, Cat Stevens, George Brassens, Carlos Cano, los Beatles. Todavía hoy, incluso si estamos en la discusión más acalorada, basta por poner cualquiera de estas canciones, para acallarnos de golpe y ponernos a cantar juntos. Mi padre nos llevaba a hacer deporte todos los fines de semana, en una época en la que el deporte en familia todavía era una rara avis e insistió machaconamente a pesar de nuestras protestas en inculcarnos un hábito que a día de hoy, sigue muy presente en nuestras vidas adultas.
Mi padre, que provenía de una familia muy clásica y muy tradicional, fue capaz de asimilar y comprender – tras mucho esfuerzo eso sí – que había procreado a tres retoños nada dispuestos a seguir caminos convencionales y heterodoxos en la vida. Yo siempre me había preguntado qué sentiría con respecto a nosotros en ese aspecto. Cuando eres joven, la aprobación de tu padre tiene un peso enorme, sobre todo cuando no estás cumpliendo, por así decirlo, con los cánones. Mucho tiempo pensé que mi padre no tenía una visión positiva de nosotros, y sin embargo, con el tiempo me he dado cuenta de que aunque su educación chocaba diametralmente con lo que lo veía, en el fondo, nos entendía.
Hasta que un día encontré un cuaderno suyo y no me resistí a hojearlo. Era una especie de diario de pensamientos y reflexiones. Y en él, me topé con un párrafo que nunca olvidaría: “Pensaba que a mi hija no le gustaba estudiar o aprender, pero me he dado cuenta de que necesita hacerlo de otra manera”.
Yo tenía TDA.
De mi padre -persona inusualmente inteligente y perspicaz, tradicional y moderno, contradictorio e íntegro- he aprendido muchas cosas, pero quizás la más importante de ellas y por lo que más le doy las gracias, es a mantenerme firme en lo que creo. A pesar de la evidencia de que el mundo que me rodea no siempre lo entenderá y mucho menos lo aprobará.
Aprendemos no de lo que nos dicen, sino de lo que nos muestran, y a pesar de que mi padre siempre trató de llevarnos por el buen camino, en realidad, nos mostró algo bien distinto. Que era posible otra manera de vivir y que desoyésemos las voces, externas e internas, que nos indicasen lo contrario. Mientras intentaba inculcarnos la corrección, en su lugar, nos regaló la fuerza.
Y para ti, Don Erre que Erre, que empezaste enseñando y acabaste aprendiendo, como sólo hace alguien verdaderamente sabio…
A ti te dedico estas palabras por el Día del Padre. Te quiero, papá. Y te admiro. Muchas gracias por todo.