El gran creador actual español Augusto Ferrer-Dalmau, fiel reproductor de la historia y exquisito combinador de imagen y narración emotiva, compuso hace dos años ya su obra Rocroi, el último tercio. Con su acostumbrada forma minuciosa de presentar la realidad, ahora nos dedicará su Arte a reproducir un momento histórico por el que pasaron las fuerzas españolas desplegadas entre la frontera de Francia y Flandes en la primavera de 1643. Ante una ascendente Francia los tercios españoles, que tan sólo dieciocho años antes habrían brillado en Breda, acabarían siendo derrotados como nunca este cuerpo militar hubiese alcanzado a sufrir. Porque así sería ya, así había sido antes aquel victorioso 5 de junio de 1625 cerca de la población flamenca de Breda, cuando estos mismos tercios españoles consiguieron recuperar esta ciudad, tomada treinta y cinco años antes por los rebeldes holandeses de Orange.
Y para celebrar aquella heroica y victoriosa gesta, el gran pintor Velázquez crearía en 1635 su famosísima obra La rendición de Breda, también conocida como Las Lanzas. Obra que, de tan manoseada por la fama, no es quizá suficientemente valorada en sus extraordinarios elementos iconográficos, estéticos, antropológicos, artísticos y humanos. Mucho nos ayudará la visión de estas dos obras para conseguir comprender lo que es el Arte, es decir, esta capacidad humana de crear y expresar belleza con recursos y elementos pictográficos. Y vendrá, sin embargo, la Historia a ayudar más, justamente, al moderno autor. ¿Por qué? Porque la derrota es más realista, más cercana a la fidelidad, a lo más escenográficamente emotivo y vital. Y de este modo compondrá Ferrer-Dalmau una gran obra. Su planteamiento aquí es genial, colocando los caídos delante de los que, aún, presentarán batalla sin más recurso que su valor. Aquí, además, las picas -las lanzas- volverán a lucir la escena retratada, como lo hiciera Velázquez, pero, a diferencia de éste, aquí no estarán ordenadas, derechas, juntas, recibiendo el honor de su victoria. No, aquí estarán preparadas para cargar, para defenderse, pero, sin embargo, todas descompasadas, desperdigadas y desordenadas en un claro reflejo histórico -y estético- del sentido más desesperado de la gesta.
Cuando el Barroco, a cambio, decidiera plasmar una escena victoriosa, entonces debía hacerlo con los trazos más heroicos del momento. Un momento de Belleza, de equilibrio, pero también de creación, es decir, de inventar ahora gestos, miradas, escorzos, fondos e incluso cielo, motivados más por lo estético que por otra cosa, no sólo ya por lo histórico que de ello tuviera ya su aprecio. Y es así como Velázquez no nos presentará aquí sangre, ni despojos, ni siquiera banderas enemigas desgarradas. Para llegar a averiguar, al pronto, cuál es aquí el bando ganador, incluso habrá que detenerse a mirar ahora quién es el que entrega la llave de la ciudad a quién, y, de ese modo, comprender cuál es ya el lado victorioso. Tan pocos elementos de derrota se vertirán en el lado ahora vencido, como tan pocos de júbila victoria se apreciarán en el lado de las lanzas, como para destacarlo fielmente. Y es por lo que digo que la victoria no ayudaría hoy a retratar una gesta parecida, a menos que se humillara ahora al vencido. Pero, esto no sucederá en el Arte más excelso. El mundo de la belleza como entonces se entendía se pudo reflejar entonces, y, para ello, era más posible aún conseguir una obra ya maestra desde la gloria que desde la miseria. Sigue siendo el Arte una mentira maravillosa, algo que hoy, a cambio, se reflejará más aún en una realidad mucho más fidedigna, más emotiva incluso, pero más fielmente verosímil.
(Óleo La Rendición de Breda, 1635, Velázquez, Museo del Prado; Lienzo de Augusto Ferrer-Dalmau, Rocroi, el último tercio, 2011.)