Le llevo un tarro de sopa de pescado a mi abuela, solo que no soy Caperucita ni me cruzo con el lobo. Resigo el camino que va junto a la vía del tren, evitando caerme, evitando soltar el tarro, que sostengo entre mis manos para que su contenido no se desborde. Un chico se espera a que yo pase al final del estrecho camino para poder cruzar él con su bici. Le hago señas para que avance. «Cabemos los dos», le dice mi gesto. Él sigue esperando mientras sonríe, me da las gracias, sus dientes son muy blancos. Dos mujeres hablan sobre el aceite de girasol. Todo el mundo habla sobre el aceite de girasol. Ucrania. Y pienso en lo efímero de estos pensamientos, de este texto que estoy escribiendo, que algún día no tendrá sentido. Voy mirando todo el rato al suelo esperando encontrar un tesoro que me salve.
Ha pasado mucho tiempo, dos años hace de la primera vez que me sentí sola y que no tuve a nadie para ir a la manifestación del 8M. El otro día, cuando fui con mis hermanos al supermercado, me acordé de aquella vez que mi madre, un sábado por la mañana, nos mandó a él y a mí a comprar salchichas en el Dia. Las únicas que le gustaban eran las del Dia, que solo están en I., el pueblo de al lado. Recuerdo que nos equivocamos de paquete y nos reímos mucho al volver a casa, siempre metiendo la pata. «Jolín, J., me dirá tu madre», me decía él entre risas, conociendo más a mi madre que yo misma. No nos importaba hacer tareas tan aburridas un sábado por la mañana, lo importante era estar juntos. A veces, todo me trae nostalgia.
La semana pasada T., a quien vi por última vez la noche antes de irme a Costa Rica, se acordó de mí. Me pregunto qué le hace a las personas escribir en un momento concreto. La imagen que guardo de T. es la de aquel ventanal recortándose ante la noche barcelonesa, yo sentada en el alféizar, él de pie, su dedo índice rozando mi nariz. Miguel dice que me aburriré pronto de él. Suele acertar. Yo creo que no quedaré con él. Miguel también me dice que ha visto a J. por la Gran Vía, ¿tú le reconocerías?
Vuelvo de casa de mi abuela y ya es de noche. El cielo, cuando es casi primavera, me encanta. Es azul eléctrico cuando anochece. Las nubes de hoy se ven rojas, se parecen a la sangre que sale por mi boca en mis pesadillas. Y siento de nuevo el dolor de ese clavo que salía de mi muslo, yo apretaba con ambos dedos, pensando que tenía un pelo enquistado, hasta que me daba cuenta de que emergía de entre mi carne un clavo. S. me escribe por la mañana y me habla de su nostalgia y de sus sueños. Dice que antes los apuntaba en una libreta como yo, pero que ya no lo hace, porque le da la sensación de que llega un momento en que su cerebro los toma como experiencias reales. ¿Qué haces cuando estás mal?, le pregunto. ¿Dormir y esperar a que se te pase? «Escucho música y me tomo unas cervezas», me contesta, «Pero normalmente la magia sucede cuando me despierto a la mañana siguiente, el cerebro se resetea». Lo que por la noche te hace sentir tan mal, al día siguiente cobra otro sentido.
Me gusta caminar entre casas bajas, no como en Barcelona. Como en aquel pueblo de la región de Alejuela. El bosque profundo se acercaba a cada paso que dábamos y el cielo color pizarra amenazaba lluvia torrencial, pero me sentía bien.
Me habría gustado ser yo quien te viese por la Gran Vía. Puede que esto conserve su poder emocional durante décadas.