De entre los miles de inmigrantes que constituyen la Francia actual, hay uno que se llama Costa-Gavras. Es cierto que a él no le ha ido del todo mal en su patria de adopción, pero también lo es que el tiempo y la tendencia es que cada vez sean más aquellos que tratan de abrirse camino en la vieja Europa a la par que los sentimientos de sus gentes se tornan menos generosos por el miedo (alimentado por ciertos sectores políticos); miedo al desempleo, a la cultura desconocida, a otras religiones, a otros colores de piel… Sin embargo no deja de ser un fortuna (para el sistema) el engrosamiento de la cadena productiva a base de los sin nombre y sin derechos, esos que se asan 12 horas diarias en invernaderos a cambio de casi nada, hacen los trabajos más ingratos en nuestras ciudades mientras aumentan las arcas públicas (y algunas privadas), nos limpian el culo y aseguramos nuestras prestaciones sociales o nuestras pensiones para un futuro no tan lejano.
Edén al Oeste es el viaje de Elías, que al igual que La Odisea comienza en algún lugar del mar Egeo, desde su Grecia natal, esta vez hasta Paris. Salvando las distancias con el protagonista, pues Costa-Gavras no es sino un inmigrante de lujo que probablemente comparta muy poco con el periplo que supone la aventura para Elías, quizás sea esta una sus películas más personales, que contiene mucha de la experiencia vivida en sus propias carnes o en la de sus compatriotas conocidos. Sin duda un exponente de la madurez actual del cineasta, cuya carrera derivó de un cine cien por cien político (“Z”, “Estado de sitio” o “Desaparecidos”) al realismo social y, sin dejar de lado esos contenidos de modo más o menos explícito, ha sabido ir puliendo el trazo grueso y la angustia de las situaciones recreadas e ir confiriéndoles ese finísimo sentido del humor que rebosa esta película, de tono eminentemente cálido, cercano a la parodia social cuando vemos a la misma persona en un primer momento excluida y abandonada medio desnuda a su suerte en medio de la nieve, cautivando a más de un mentecato (que giraba la vista ante los nuevos esclavos que el sistema económico pone a su disposición) una vez vestido con la chaqueta que le cede en herencia la viuda de algún burgués.
La interpretación de Riccardo Scamarciao se me antojó un Buster Keaton moderno capaz de mantener el papel casi sin diálogo pero con dominio absoluto de cada uno de los registros y gran expresividad corporal. Sin grandilocuencias, sin maniqueísmo, sin tragedia, podría ser el viaje de cualquiera de los que integran el colectivo de cerca de 25 millones de personas que hoy tratan de encontrar en Europa un lugar para una vida mejor. No será la mejor película de Costa-Gavras, pero se disfruta el viaje.