Un profeta es, antes que una crónica social de ese universo paralelo que son las cárceles, una inmejorable alternativa europea al cine de acción centrado en mafias que suele rodar Hollywood. Los primeros 45 minutos exhiben una dosificación narrativa impecable, manteniendo un ritmo ligeramente acelerado que no resta concisión ni eficacia al retrato de los personajes. El conjunto me recordó muchísimo al bloque final de Uno de los nuestros (1990), donde Scorsese cerraba magistralmente un argumento poliédrico a base de montajes alternados y narrador bajo los efectos de la cocaína. En la segunda parte desciende el ritmo, pero no el interés de la historia, para remontar definitivamente con la escena del asesinato en París, que volvió a recordarme al mejor Scorsese, incluso a Coppola. La planificación sonora de esta escena es sin duda responsable parcial de los dos premios al diseño de sonido que ha ganado.
Igual que Haneke, Audiard ha renunciado a enfatizar o añadir elementos típicos del cine de género: polémica social, romanticismo, final éticamente esperanzador... No hay nada de eso en Un profeta: la fuerza del argumento ocupa sin problemas ni malas conciencias los espacios que otro filme más convencional reservaría para una historia de amor, un final abierto al arrepentimiento o a la reinserción. Hay momentos en los que el contexto social, la crudeza oculta del mundo carcelario o la emigración pasan inevitablemente al primer plano, pero nunca llegan a eclipar al agrumento principal; todo eso cae por su propio peso y es el espectador quien decide --o no-- recojelo para hacer lo que quiera. Es más, incluso el posicionamiento de la narración respecto al imparable auge de Malik --multipremiado Tahar Rahim-- queda diluido por un constante alud de acontecimientos, hasta el punto de que el título no es suficiente para expresar la peripecia vital y psicológica y psicológica del filme. Una vez superadas las tentaciones de encasillar y moralizar el relato, uno se deja seducir y llevar por la tensión narrativa, la verdadera prioridad de Audiard, a la que sin duda dedica sus mayores esfuerzos.
No es casualidad que Un profeta sea un producto francés: su legislación, su proteccionismo cultural y financiero y el énfasis en el tejido industrial pueden resultar polémicos en determinados aspectos, pero en lo estrictamente cinematográfico están dando lugar a una nueva pequeña edad de plata del cine francés.