Esta es la segunda entrada de una trilogía cuya última parte se publicará en este mismo blog de manera no-consecutiva en las siguientes semanas. La primera parte puede leerse aquí.
En 1893 el doctor W.L. Worcester (1859-1939) se rasgó las vestiduras tras leer los argumentos de William James para explicar su teoría de las emociones. Décadas más tarde toda la psicología académica soltaría una carcajada sonora ante la defensa del sentido común de Worcester:
No corremos del oso a no ser que pensemos que es capaz de hacernos daño físico. ¿Por qué debería la expectación de ser comido, por ejemplo, poner en movimiento los músculos de nuestras piernas? El “sentido común” probablemente diría que es porque no nos gusta ser comidos, pero de acuerdo con el Profesor James la razón por la que no nos gusta ser comidos es porque salimos corriendo.
James con más serenidad respondería que aunque “los objetos son ciertamente activadores primitivos de los movimientos de reflejos instintivos”, estos “tienen lugar, mientras se desarrolla la experiencia, como elementos de las situaciones en conjunto.” Añadió en su contestación una aclaración sobre el concepto de objeto y se dio por zanjado el problema. Y a pesar de lo ridículo de la objeción del doctor y la perspicaz respuesta de James, cien años después se volvería a cometer el mismo error. En el intento por descifrar el acertijo maldito, los psicólogos nos dejaríamos llevar por el cientificismo, dándonos de bruces con el cerebrocentrismo y el cognitivismo.
La pesadilla de Skinner
En la primera parte descubrimos cómo William James se convertía (casi sin quererlo) en el Moisés de la psicología moderna, abriendo el Mar Rojo de la especulación y la filosofía para dar paso al pueblo pragmático ansioso por llegar al otro lado: la psicología científica. Después del manifiesto conductista y justo a tiempo para evitar el desastre del conductismo formal, aparecería en escena B.F. Skinner (1904-1990). Su análisis experimental de la conducta en el que se basaba su conductismo radical renunciaba a toda la tradición psicológica y supuso un gran avance para comprender la psique del ser humano desde una perspectiva fresca y bastante útil. Sin embargo, por desgracia y por fortuna, Burrhus se toparía con un lingüista rebelde e igual o más de radical que él: Avram Noam Chomsky (1928) había leído Verbal Behavior (1957).
Para resumir el conflicto diremos que a partir de 1966, Chomsky no sólo criticó la casi gratuita extrapolación de resultados experimentales en animales a la conducta humana por parte de Skinner, sino que se propuso desmontar todo el aparato epistemológico del conductismo skinneriano: desde la imposibilidad de recrear una situación real en un laboratorio, hasta la inconsistencia de conceptos base como estímulo o refuerzo. Como bien señala Leahey, la batalla que Chomsky emprendió en contra de las ideas de Skinner fueron casi igual de hostiles que su denuncia hacia la guerra de Vietnam. Tanta manía le tenía Noam a Frederick, que aquel ataque marcaría un antes y un después en psicología: El énfasis de Chomsky en la naturaleza del lenguaje como algo gobernado por reglas contribuyó a la formación de las teorías del procesamiento de la información posteriores.
El premio nobel que empatizaba con los perros
Eso de la formación de las teorías del procesamiento de la información nos comienza a parecer familiar. No obstante, antes de sumergirnos en los intentos cognitivos por resolver la incógnita que nos atañe, repasaremos uno de los intentos fallidos más estrambóticos y peculiares de nuestra historia psicológica: la teoría de Cannon-Bard.
Walter Bradford Cannon (1871–1945) desarrolló junto a su pupilo Philip Bard (1898–1977) una teoría acerca de la naturaleza de las emociones que podría ser denominada perfectamente como Por qué William James estaba equivocado y yo no (en realidad se llamaba The James-Lange theory of emotions: A critical examination and an alternative theory. (1927)). Aquí sus cinco objeciones:
- La separación total de las vísceras del sistema nervioso central no altera el comportamiento emocional.
- Los mismos cambios viscerales ocurren en muchos estados emocionales diferentes y en estados no emocionales.
- Las vísceras son estructuras relativamente insensibles.
- Los cambios viscerales son demasiado lentos para ser la fuente de los sentimientos emocionales.
- La inducción artificial de cambios viscerales típicos de las emociones intensas no las produce.
Las objeciones de Cannon recibieron el aplauso académico de la psicología imperante y tan grande fue la ovación que casi nadie prestó atención a lo que realmente proponía la teoría de James. Tendríamos que escribir una revisión monográfica tan excelente como la de Andrew C. Papanicolau (2004) para poder exponer los vacíos conceptuales y las taras de la propuesta de Cannon pero en esta ocasión sólo nos fijaremos en dos objeciones: la primera y la quinta. Para ver con claridad lo disparatado de la primera objeción, veamos las conclusiones a las que llega Cannon después de revisar los experimentos de C.S. Sherrington (1857-1952) (premio Nobel de Medicina en 1932, por cierto) en el que las columnas vertebrales de los animales eran seccionadas transversalmente para separar las conexiones entre el cerebro y las vísceras:
En uno de los perros de Sherrington, que tenía un marcado temperamento emocional, la reducción quirúrgica del campo sensorial no causó ningún cambio obvio en su conducta emocional; “su cólera, su alegría, su asco, y cuando la provocación surgía, su miedo permanecieron tan evidentes como siempre”.
Para el ingenuo Walter esta era una evidencia clara de su primera objeción y de la torpeza de William James. Citaremos textualmente las palabras de Papanicolau para aquellos que no se hayan percatado de la aberración: ¡Pero asco! ¿Cómo pudo Sherrington saber o notar que el animal sentía asco? ¡Grandioso sin duda debió ser su poder de penetración, tan grande como su certeza de que la manifestación de signos de la emoción garantizan que las experiencias emocionales fueron ya sentidas! La interpretación era bochornosa pero teniendo en cuenta el auge de los estudios fisiológicos y la elevada autoestima de sus especialistas, el cerebrocentrismo se concebía como un avance científico; la fascinación casi mística y total devoción convertía al cerebro en la única fuente de todo fenómeno que merece consideración en psicología. Algo similar les ocurrió a Stanley Schachter (1922-1997) y Jerome Singer (1934–2010) al tratar de dar una respuesta satisfactoria a la quinta objeción de Cannon.
El acertijo incomprendido
Tal y como hemos visto en el apartado anterior, Chomsky había dejado la puerta abierta para que entrasen con entusiasmo los psicólogos cognitivos: “el conductismo no lo puede explicar todo porque nuestra conducta no sólo se rige por una mera relación de contingencias con el medio, sino también por aquellos procesos mentales que intervienen ante los estímulos”.
Habían pasado casi cuatro décadas desde el intento fallido de Cannon, y tanto Schachter como Jerome (1962), supusieron que la psicología cognitiva podría dar mejores explicaciones que aquella arcaica propuesta cerebrocentrista. Emulando los experimentos de Gregorio Marañón (1887-1960) en 1924, los dos investigadores realizaron una serie de estudios donde se comprobaba el papel que las representaciones mentales poseían en una situación donde una activación fisiológica artificial (con inyecciones de epinefrina) podía estar en sintonía o total disonancia con un contexto social determinado. Sus conclusiones también recibieron varios elogios y durante un instante, todos creímos que el acertijo maldito había sido resuelto: al parecer nuestros procesos mentales podían contrarrestar una activación fisiológica contraria a la situación en la que estábamos inmersos. Los procesos cognitivos, la mente, se imponía ante nuestras vísceras; sí, William James se había equivocado.
Pero ¿Habíamos contestado al acertijo? ¿Eran las respuestas de Schachter y Singer contrarias a la teoría de James-Lange? Las objeciones de Cannon intentaban echar por tierra la teoría de James pero ¿Realmente decían algo acerca de la naturaleza de las emociones? Parece que después de un siglo, los psicólogos cerebrocentristas y cognitivistas no habían comprendido bien el acertijo. William James no había dicho nada acerca de la lentitud o la sensibilidad de los fenómenos viscerales y tampoco nunca propuso que un determinado patrón fisiológico fuese equivalente a la vivencia emocional. La pregunta seguía abierta: ¿Qué es lo que justifica la experiencia subjetiva de la emoción? La emoción no era estímulo, no era fisiología o una mera representación mental ¡Nos habíamos olvidado de la experiencia! Como advierte Papanicolau: el sesgo conductista que niega el valor de la experiencia subjetiva y el sesgo cerebrocéntrico que lo liga al cerebro, se han convertido en extraños compañeros.
Pero no temáis. Aún hay esperanza. Hemos aprendido de nuestros errores y el acertijo por fin comienza a ser descifrado.
Referencia bibliográfica relevante
Damasio, A.R. (2010). El error de Descartes: la emoción, la razón y el cerebro humano. Barcelona: Drakontos.
Leahley, T. H. (2005). Historia de la psicología: Principales corrientes del pensamiento psicológico. (6ª ed.). Madrid: Pearson Educación, S.A.
Papanicolau, A.C. (2004). Emoción: una reconsideración sobre la teoría somática. Revista Española de Neuropsicología. Monografías, 6 (1-2), 11-125.