El afecto genera en el organismo humano una liberación interna de opiáceos

Por Gonzalo

Los jugos de la planta Papaver somniferum  en flor poseen una cualidad excepcional: alivian el dolor. Si se rascan y secan las exudaciones de la amapola, obtenemos opio, una mezcla de compuestos homólogos de la dinastía de opiáceos, una gran familia química con nombres tan famosos como la morfina, la heroína y el láudano. El extracto de Papaver  elimina el dolor porque los propios opiáceos son componentes vitales del sistema analgésico del cerebro.

Papaver Somniferum

Este rápido alivio del tormento físico fue un avance milagroso para los primeros médicos que lo recetaron. Thomas Sydenham dijo en 1680:  “Entre los remedios que a Dios Todopoderoso le ha complacido dar al hombre para aliviar su sufrimiento, ninguno tan universal y eficaz como el opio”.

Sydenham estaba contando sólo la mitad de la historia. Los opiáceos no sólo extinguen el dolor que procede de las heridas físicas sino que también borran el terror emocional que procede de la ruptura de una relación. El cerebro límbico tiene más receptores opiáceos que ninguna otra área del cerebro, quizá con este propósito.

Los estudios de la separación dan fe de la rápida eficacia de los opiáceos como anestésicos ante una pérdida. Si apartas a una madre de sus crías, la angustia de éstas aparece. Si les das una diminuta dosis de opiáceos (demasiado reducida para resultar sedante), los cachorros dejan de protestar.

Crías separadas de su madre

Los poetas y otras especies de mala fama conocen este poder desde hace miles de años. El cuarto libro de la Odisea  de Homero contiene una descripción médicamente precisa de una fiesta  en la que la conversación ha adoptado un giro lúgubre para hablar de los compañeros perdidos:

Entonces Helena, hija de Zeus, ordenó otra cosa. Echó en el vino que estaban bebiendo una droga contra el llanto y la cólera, que hacía olvidar todos los males. Quien la tomare, después de mezclarla en la crátera, no logrará que en todo el día le caiga una sola lágrima en las mejillas, aunque con sus propios ojos vea morir a su madre y a su padre o degollar con el bronce a su hermano o a su mismo hijo.

El alivio del duelo recayó sobre los opiáceos por una casualidad de la historia de la biología. Los daños corporales pueden provocar la muerte: un hecho puro y duro que condujo al desarrollo evolutivo de un sistema neural que siente la lesión. La finalidad de esta función cerebral es el dolor: un potente incentivo para que los animales eviten hacerse daño.

Pero dentro de los interminables ritmos corporales opuestos, toda tendencia psicológica existe junto a su polo opuesto. De este modo el cerebro no sólo contiene neurotransmisores que producen dolor sino que también los que lo alivian: los opiáceos.

Cuando apareció el cerebro límbico y los mamíferos empezaron a depender de la regulación mutua para sobrevivir, ya existía un mecanismo refinado para gestionar los efectos secundarios mentales de un trauma físico. Entonces la evolución reclutó partes de ese sistema para procesar el dolor emocional de la pérdida.

Si bien un cerebro neocortical post-Descartes puede ser elocuente sobre la división entre mente y cuerpo, los otros cerebros no pueden trazar esta distinción. El daño que te haces en un brazo o en tu neurofisiología es igual de real y, para un mamífero, el último puede ser más invalidante. Lo que importa más a la Central del Dolor no es la categoría filosófica a que pertenece un insulto sino el nivel de peligro que supone.

Dada la fisiología abierta de los mamíferos y su dependencia de la regulación límbica, las interrupciones del vínculo son peligrosas y deberían ser aborrecidas. Y así es: como una rotura de rodilla o una córnea arañada, las rupturas de las relaciones son un martirio. Mucha gente dice que no hay dolor mayor que perder a un ser amado.

La interrelación de la pérdida con los opiáceos permite que el cerebro esté conectado en circunstancias de necesidad imperiosa. Los psiquiatras ven a menudo gente que se provoca autolesiones menores pero dolorosas, como cortes con cuchilla en el antebrazo o quemaduras de cigarrillo en el muslo.

Estos individuos se han hecho con multitud de etiquetas polisíbicas a lo largo de los años, y su inclinación autodestructiva se ha adjudicado a diversos e intrincados motivos: el deseo de llamar la atención, las ganas de manipular, la rabia contra sí mismo.

La mayoría tiene algo en común, una sensibilidad inmensa e innata al dolor de la separación. Las pérdidas en miniatura que suponen un rechazo, una riña u otras desavenencias transitorias de las relaciones pueden provocar en ellos una mezcla insoportable de desaliento y aflición. A esto sigue un episodio de autolesión: un pinchazo, una quemadura, una incisión en la piel. Por debajo y dentro de la dañada epidermis, fibras palpitantes de dolor mandan su redoble al cerebro, avisando del daño.

Estos mensajes liberan a sus homólogos de la pena: el agradable flujo calmante de los opiáceos y, en consecuencia, el alivio de la pena. Los automutiladores crónicos provocan un dolor menor para engañar a su sistema nervioso y obligarlo a atontar el dolor insoportable.

Abundan rutas menos drásticas: el afecto del contacto humano también genera una liberación interna de opiáceos. Nuestros amantes, cónyuges, hijos, padres y amigos son nuestros calmantes cotidianos, que libran la magia del olvido al agudo dolor de la soledad del mamífero. Es una magia muy potente.

FUENTE:   LA MENTE ENAMORADA, Una perspectiva científica sobre el cerebro y los    vínculos afectivos

0.000000 0.000000