Cuando, días atrás, me enteré que Mario Vargas Llosa vendría a inaugurar la Feria del Libro de Buenos Aires, me invadió una profunda alegría. Ni bien terminé de leer La ciudad y los perros, automáticamente el autor peruano pasó a convertirse en uno de mis escritores de cabecera. Luego cayeron en mis manos varios de sus ensayos literarios, Los cuadernos de don Rigoberto y Elogio de la madrastra, entre otras maravillas dotadas de un extraordinario talento narrativo. Por fortuna esto sucedió, claro está, bastante tiempo antes que fuera laureado con el Premio Nobel, reconocimiento justo, pero que en lo personal no me dice demasiado, ni tampoco aporta nada a su de por sí colosal obra; quizás hoy en día el Nobel de Literatura tan sólo sea un galardón que oficia –travestido en una franja promocional alrededor de los libros– de poder magnético para hacer estallar las ventas. ¡Bienvenido pues que miles de personas se acerquen a Vargas Llosa!
La alegría, reitero, era mayúscula, dado que uno de los escritores vivos más importantes de nuestra lengua iba a estar inaugurando uno de los principales eventos culturales del país. En contraste, la carta que el director de la Biblioteca Nacional le envió a la máxima autoridad en la organización de la feria, empañó –al menos circunstancialmente– lo que debería ser una viva celebración de la literatura “en uno de los países más rabiosamente literarios del mundo”, como lo afirma Juan Cruz en un reciente artículo.
Pero dicha carta, con su sutil invitación a la censura previa a cuestas, deja al descubierto hasta qué punto, y según las conveniencias, muchos pensadores borran con el codo lo que escriben con la mano; o dicho de otro modo, evidencia cómo la tolerancia, la pluralidad y el respeto que declaman como leitmotiv este sector de intelectuales “progresistas” –en consonancia con el gobierno nacional que integran o defienden– se transforman en meros cascarones retóricos vaciados de autenticidad y coherencia.
Aproximándonos cada día más a la conmemoración de los treinta años desde la recuperación de la democracia, este suceso hasta parece un siniestro retroceso hacia los albores de la más oscura época de la Argentina, cuando precisamente algunos títulos de Vargas Llosa, como La tía Julia y el escribidor, eran motivo de censura. Que el señor Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, el mismo cargo que ocuparon José Mármol, Paul Groussac y Jorge Luis Borges, haya escrito “Lo invito a que reconsidere esta desafortunada invitación que ofende a un gran sector de la cultura argentina” solamente porque Vargas Llosa no comparte sus posiciones políticas o su modo de apreciar el desempeño de tal o cual gobierno latinoamericano, me parece una deshonra para una institución con el prestigio de la Biblioteca Nacional. Porque, como bien señala Quintín: No sería grave si a título personal González le pidiera a Santos que en lugar del invitado venga otro que sea más de su agrado o que comparta su visión del mundo. Pero González, como bien se ocupa de subrayarlo, es además un funcionario público y no es de lo más elegante que un funcionario sugiera cambios a una entidad civil por razones ideológicas. Pero menos elegante aun es que esas diferencias ideológicas sean las mismas que separan al invitado del gobierno al que pertenece el funcionario.
El coro de intelectuales K., nucleados en el denominado grupo “Carta Abierta”, que se sumaron inmediatamente al pedido de que Vargas Llosa no inaugure la Feria del Libro, debió dar marcha atrás con sus muestras de “completa indignación” y a sus chauvinistas solicitudes de que sea un escritor nacional el que reemplace al peruano, pues hasta la presidenta de la Nación tuvo que llamar a González para pedirle que retirara la penosa carta, instando a que se preserve la vocación de libre expresión de ideas políticas en la Feria del Libro.
Hasta pareciera superfluo o improcedente recalcar que no hay obligación de acordar con las opiniones políticas o posturas ideológicas que sostiene Vargas Llosa. Como peronista que me considero, no puedo más que estar en absoluto desacuerdo con él cuando habla o escribe pestes de Perón, pero asimismo me enorgullecería que pudiera disertar y transitar con absoluta libertad en la Argentina precisamente bajo un gobierno peronista.
Esperando que el próximo 21 de abril Vargas Llosa pueda dictar su clase magistral en Buenos Aires, concluyo con esta reflexión de Pablo Sirvén: ¿Pero no es, acaso, el papel del intelectual ser un revulsivo de la sociedad, un atrevido agitador de neuronas que pone patas arriba los principios para ver qué tan sólidos o hipócritas son? El intelectual que únicamente aplaude y lisonjea al poder de turno, advirtiendo alarmado sobre los que se desvían de ese monótono libreto, es un mero propagandista y ya no merece ser llamado intelectual.