Esto es lo que suele pasar con los arquitectos que no se encuadran en una categoría fácilmente etiquetable. Si no se les puede entomologizar se les suprime, y así quedan los cuadros sinópticos más limpitos.
(Y Curro Inza era muchas cosas, pero, desde luego, no un arquitecto "limpito").
Creo que ya habría terminado la carrera cuando vi una vez en la tele un reportaje sobre un edificio muy feo, de los más feos que había visto en mi vida: Una fábrica de embutidos en Segovia. No podía apartar los ojos de la pantalla. Era como un sueño, como una pesadilla. Eran espacios sorprendentes, magníficos. Era un complejo fantástico. Emocionante. Me quedé fuera de juego, y me aprendí el nombre de su arquitecto: Francisco de Inza Campos, Curro Inza.
Años después, entrando a Segovia desde San Rafael, me di de sopetón con la Fábrica de Embutidos "El Acueducto". "¡Mírala, mírala! ¡Esa es!" La impresión fue tan fuerte que merece una entrada aparte. Hoy me abstendré de hablar de esa obra.
Al poco de morir, sus alumnos y sus amigos organizaron una exposición de su obra en la Escuela de Arquitectura de Navarra, y publicaron el libro cuya portada he puesto más arriba. Que yo sepa, no hay ninguna otra monografía sobre este arquitecto olvidado.
No falta en las listas: Todos los libros sobre arquitectura española contemporánea le mencionan, le sitúan en el tiempo y en el contexto de sus coetáneos (que han tenido mucho más éxito que él), pero nada más.
Curro Inza fue un personaje singular, un arquitecto expresionista, feroz, desaforado y brutal, pero también fue pintor, escritor, músico... Parecía tener prisa por plasmar su expresividad por todas partes. Parecía darse cuenta de que no iba a tener tiempo suficiente.
Igual de excesivo que en su obra lo fue en su vida: Tuvo diez hijos, (la última póstuma), incontables amigos, alumnos entregados... Porque él se entregaba con pasión a la arquitectura, al arte, a la vida, a todo. No tenía nunca suficiente. Para él, menos era menos, y había que aspirar a más.
Citaba a sus alumnos en su estudio de Pamplona, y allí trabajaba con ellos y les ayudaba a plantear los ejercicios. El estudio estaba debajo de su casa, y continuamente bajaban los hijos o subían los alumnos, y también a veces había clientes. Todo ello formaba una amalgama caótica e indiferenciada entre familia, escuela y profesión.
A sus alumnos les proponía ejercicios realistas e incluso triviales, alejados de lo que se solía hacer -y se sigue haciendo- en las escuelas. Les contaba la historia de un cliente, sus necesidades, sus aspiraciones, y con ello les pedía que diseñaran su casa, o su taller, o lo que fuera, atendiendo a planteamientos muy concretos y prosaicos. Y de ahí tenía que surgir "ese algo", "esa aspiración".
Por su parte, él hacía eso con su arquitectura. Tenía una enorme ansiedad expresiva, pero la ceñía a los requerimientos más "cutres" del encargo, y con todo ello producía obras tremendas.
Hay que decir también que esta fuerza proyectual un tanto desbocada y falta de control seguramente se habría ido organizando y habría madurado con el tiempo. Esta obra tan singular y tan potente fue, en definitiva, una obra de juventud. La arquitectura es un oficio que necesita tiempo para madurar, y yo estoy seguro de que unas cuantas décadas más de vida habrían logrado que la potencia de Curro Inza cristalizara en acto maduro y, seguramente, en arquitectura portentosa y magistral.
Curro Inza era un hombre muy simpático y muy ingenioso. Fernando Higueras debió de llevarse algún revolcón, porque siempre decía que con Curro no se podía discutir en público. No tenía mala leche, pero era tan buen polemista y tan agudo que te contradecía con mucha gracia, generando risas en el público, y quedabas fatal.
Un detalle que me gusta muchode Inza es su seguridad, que se puede relacionar no sé si con una gran modestia o, por el contrario, con una soberbia infinita. Se burlaba amistosamente de sus compañeros "exquisitos" cuando se quejaban con razón de que alguien había chafado alguna obra suya con algún detalle "de esos". Todos me entendéis: Esas obras magníficas cuyo arquitecto tiene que fotografiar a toda prisa antes de que le pongan un farolillo, una reja de forja o un enanito de jardín. Él les decía: "¿Y esa tontería va a arruinar tu obra? Pues sí que es frágil tu obra, entonces. A mí eso me da igual. Mis obras lo aguantan todo".
Es una buenísima actitud. Los arquitectos nos pasamos la vida quejándonos de cómo adulteran nuestras obras, y precisamente deberíamos hacerlas para eso, para que las usen, las adapten y las "vivan" día a día.
-Claro -le contestaban-. Tú las haces ya tan feas desde el principio que nadie se las puede cargar.
Pues sí. Pues es una actitud.
Pero, con todo lo que llevo dicho, hay una cosa de Curro Inza que me emociona profundamente. Y es que, de alguna manera que no sé explicar, con su familia numerosa, sus alumnos, sus clientes, sus compañeros y amigos, su actitud vital, su muerte tan temprana y tan cruel, me hace pensar en que la humanidad ha hecho algo muy mal, y es que en tantos milenios de historia y de experiencia no hemos sido capaces de vivir la infancia con facilidad y con alegría elemental, y de pasar con naturalidad de la infancia a la adolescencia, y de esta a la juventud, formándonos y educándonos, labrando amigos y experiencias, y con todo ello llegar a la edad adulta con un horizonte (un horizonte, sí; lo digo ahora, en julio de 2012, en España). Un horizonte de trabajo duro y apasionante con el que ganarnos honradamente la vida y formar y educar a nuestros hijos, en la rueda infinita de las generaciones, con una vida honrada y decente, y alegre y optimista, como fue la vida de Curro Inza, a juzgar por cuánto le quisieron y por los recuerdos que dejó.
¿Frente a todo esto, quien quiere arquitectura exquisita y mojigata?