El Arte, como el universo, es una entidad desconocida, donde su verdad radical es imposible conocer...

Por Artepoesia

En el Nápoles del siglo XVII nacería un pensador tan extraordinario que su desconocimiento popular no es más que una metáfora afirmativa de la realidad, profundamente original y misteriosa, de su propia filosofía. Giambattista Vico (1668-1744) decía que la única verdad que puede ser conocida radica en los resultados de la acción creadora de lo que sea (la verdad es el resultado de hacer...). Se enfrentaría rotundamente al racionalismo cartesiano, pensamiento éste que marginaba totalmente la creatividad humana como forma de cualquier acercamiento a la verdad. Afirmó Vico que lo verdadero y el hecho (la obra, la producción creativa...) coincidirán, serán lo mismo, acabarán convirtiéndose el uno en el otro. Por eso decía este filósofo que nada puede conocerse realmente ya que todo se está produciendo constantemente en el universo. Sólo Dios, afirmaba Vico, conocería la totalidad del mundo porque es el autor o el creador de ese mismo mundo desconocido. En el Arte, un universo como el mundo, producido también por un autor, la verdad realmente de lo que expresará una obra artística será, por consiguiente, absolutamente desconocida para nadie, no podremos llegar a saber exactamente qué significado tiene una obra de Arte, qué sentido tiene o qué realmente nos quiere llegar a transmitir. Salvo su creador...
Jenaro Pérez de Villaamil (1807-1854) fue un pintor del Romanticismo español característico de ese sentimiento mezcla de grandiosidad y misterio que en la primera mitad del siglo XIX tanto abundaría. En el año 1842 compone desde la más absoluta creatividad, es decir, desde la nada más inexistente previa (lo pinta en su estudio parisino), un paisaje fascinante por su atrayente modo tan incognoscible de interpretar. ¿Qué paisaje es ése, tan difícilmente traducible a la realidad geográfica de un lugar existente? No existe ese lugar, como no existe posibilidad alguna de comprender ahora qué nos quiso transmitir el autor de la obra. El Romanticismo es una de las tendencias más misteriosas en ese sentido iconográfico desalentador de acercamiento a la verdad, a cualquier verdad. No hay verdad en él, solo sentimiento. Y es así ahora que el pintor propone su universo y lo compone desde la creatividad más definitiva, con ella establecería la verdad de lo que quiso hacer; algo, hoy por hoy, completamente imposible ya de conocer. En el Arte la creatividad y su misterio son inseparables de la visión subjetiva y personal de su autor. La diferencia con el mundo, que siempre se está haciendo, es que en el Arte su universo pictórico y creativo está completamente finalizado y, con él, el sentido de lo que quiso expresar el creador. Y si éste no está ahí para explicarlo nunca se conocerá esa verdad. Sin embargo, ese misterio iconográfico es una de las cualidades más interesantes que el Arte nos puede ofrecer en sus obras. 
En su obra Paisaje oriental con ruinas clásicas, Villaamil plantea las condiciones románticas de una creación fantasiosa y emotiva. Porque tiene que ser irreal y debe producir un sentimiento su visionado. Irreal porque no existe, no es la recreación de algo existente, no es la reproducción de un fenómeno que tenga realidad, no, es un escenario imaginado en su totalidad espacial, aunque los elementos que lo compongan tengan realidad. No es abstracción formal, pero sí es abstracción realista. ¿Por qué debe ser así para conseguir el efecto deseado? Por la fascinación que producirá su visión misteriosa. Hay dos misterios siempre para fascinar en el Arte, uno exterior y otro interior. En el caso de la obra romántica de Villaamil existen los dos misterios. El otro, el interior, es mucho más imposible de asir todavía. Se apropiará de parte de la composición de la obra para simular ahora algo de materialidad que, por otra parte, es lógico que deba disponer una creación visual. El color brumoso o fantasmagórico (de fantasía, de fantasmagoría) es preciso para delimitar el espíritu romántico más indefinible..., cercado ahora éste por los ocres dispersados o reflejados en todo el escenario de la obra. Luego estará la dualidad. El contraste. Es sutil aquí porque no es contraste verdaderamente, es únicamente dualidad. Porque no hay enfrentamiento ni oposición, hay mejor sustancia formal (de aquella cosa aristotélica opuesta a la materia) que deberá ahora expresarse en un paisaje así de romántico. Por un lado la construcción de la civilización, ahora en ruinas; por otro lado la naturaleza, ahora minimizada en un pequeño pinar. Los seres humanos deben decidirse en esa dicotomía existencial: eligen la vida... Porque ahora la vida estará más en la sombra de los árboles que en el abierto o derrumbado techo de un templo clásico, por muy bello que este sea. 
La belleza dividida aquí. Al fondo el edificio construido por el talento creativo de los hombres mantiene incluso su belleza dormida, ahora desdibujada y alejada en la perspectiva. La fuerza primorosa de los árboles y su frondosidad dispone aquí de toda la belleza creativa más fabulosa de la naturaleza. Pero los árboles no se acoplarán en un paisaje ahora tan desértico como ese, como tampoco el templo clásico lo hará. La irracionalidad del escenario es acorde a su irrealidad. ¿Qué sentido tiene un lugar tan desolado para albergar una civilización tan inexistente? ¿Qué sentido tiene un paisaje como éste? Porque el encuadre es el que es y nada que no exista en la superficie de la obra es ninguna realidad. El pintor como creador de su escenario romántico expone un universo imaginado que se parece a la verdad..., pero no lo es. Con sus trazos y colores, con sus distancias y formas, o con su amplitud geográfica, compuso su obra romántica totalmente desconocida. Sólo él y su Arte mantendrán el misterioso secreto de su sentido. Nunca lo sabremos, nunca alcanzaremos un atisbo siquiera de lo que el propio creador quiso, aisladamente, llegar a transmitirnos con su belleza (conocida) de aquello que acabaría acercándose a la verdad de una producción tan creativa (desconocida). 
(Óleo Paisaje oriental con ruinas clásicas. 1842, Jenaro Pérez de Villaamil, Museo del Romanticismo, Madrid.)