Por Ángela Molina para elpais.com
Como los grandes pintores del Renacimiento, William Kentridge (Johannesburgo, 1955) fue capaz de dotar al dibujo de un poder de cambio, una herramienta al servicio de la emancipación social. Casi sin querer, fundó una Accademia de seguidores enamorados de su trazo obsolescente, consiguiendo el reconocimiento de un formato nunca suficientemente valorado desde la modernidad. El premio Princesa de Asturias de las Artes 2017, concedido por un jurado integrado por críticos, artistas y profesionales ligados al mundo de la ópera y el teatro, parece contradecir el sentido de la distinción que este autor sudafricano ha obtenido en Oviedo. Porque Kentridge alcanzó el aprecio de instituciones, marchantes y crítica cuando comenzó a colocar la lupa del espectáculo artístico sobre sus películas más modestas hasta convertirlas en imponentes escenografías, instalaciones, proyecciones multimedia y teatrillos de marionetas que funcionaban con la precisión de un reloj suizo. En cualquier caso, se sirvió del arte del dibujo para hablar de la pesadilla de la exclusión social y el sufrimiento humano, la dominación y la emancipación de la era postcolonial del siglo XX.