Hace unas semanas una asociación de ciudadanos de la ciudad, denominada Mi Santa Cruz, me invitaría a realizar con ellos un paseo por las calles del barrio para explicarles algunas cosas sobre su idiosincrasia. En ese paseo se mezclarían mis recuerdos, la constatación del alto grado de abandono de sus calles y el deterioro injustificable de sus edificios. Y también, verificaríamos la vitalidad que aun muestra hoy en día. A pesar de todo. Como tantos y tantos canarios, mis padres emigraron a Venezuela a comienzos de los años 50 del siglo pasado. Yo pasaría mis primeros años allí, en la ciudad de Caracas, en la bonita zona de Colinas de Bello Monte. Fueron esos tiempos en los que se empieza a tener recuerdos. Entonces, la capital venezolana era una ciudad muy moderna con extraordinarios edificios y calles anchas, parques inmensos y una gran alegría de vivir. En 1960, moriría mi padre. Y a mi familia no le quedó más remedio que regresar a las islas en difíciles circunstancias. Mi primera impresión de niño sobre Canarias fue la del atraso: la diferencia entre una ciudad cosmopolita y unos pueblos y ciudades insulares anclados en el pasado y en los que existía todavía entonces una gran pobreza. No había televisión para ver mis programas favoritos y, ¡ni siquiera, disfrutar de los dibujos animados!Pasaríamos parte del invierno en el interior de la isla. Primero en Tacoronte, donde experimentaría por primera vez el desagradable frío húmedo y luego, en Los Silos, un municipio en su extremo norte, donde iría con mi tío a pescar a la costa, casi todos los días. A finales de aquel año volveríamos a vivir al barrio del Toscal, a casa de mi abuela y allí haría mis primeros amigos locales. En aquella época se podía jugar todavía en la calle que era un lugar usado plenamente por transeúntes y vecinos. Apenas circulaban vehículos y los barrios eran unos espacios en los que el contacto personal era inmediato, lo que daba lugar a un uso más seguro y humano de la ciudad. Años después, cuando leí las descripciones de Jane Jacobs sobre North End en Boston, entendí en seguida a que se refería, en relación con aquella experiencia tenida en la niñez.En el Toscal, con diez años, podíamos hacer expediciones infantiles de un extremo al otro y aventurarnos a los campos y caminos colindantes para explorar en las plataneras y cazar lagartos. La paulatina invasión y ocupación del viario por los coches iría reduciendo esta forma de disfrutar del espacio público hasta eliminarla completamente. Junto a ello, la transformación del centro histórico en un inmenso espacio comercial y de oficinas ha desnudado de usos residenciales aquel espacio urbano más amable, habitado y habitable. Sin embargo, el barrio del Toscal ha resistido esa embestida debido a razones que, probablemente, tienen que ver con la planificación urbanística aplicada, como más adelante argumentaré.
Hace unas semanas una asociación de ciudadanos de la ciudad, denominada Mi Santa Cruz, me invitaría a realizar con ellos un paseo por las calles del barrio para explicarles algunas cosas sobre su idiosincrasia. En ese paseo se mezclarían mis recuerdos, la constatación del alto grado de abandono de sus calles y el deterioro injustificable de sus edificios. Y también, verificaríamos la vitalidad que aun muestra hoy en día. A pesar de todo. Como tantos y tantos canarios, mis padres emigraron a Venezuela a comienzos de los años 50 del siglo pasado. Yo pasaría mis primeros años allí, en la ciudad de Caracas, en la bonita zona de Colinas de Bello Monte. Fueron esos tiempos en los que se empieza a tener recuerdos. Entonces, la capital venezolana era una ciudad muy moderna con extraordinarios edificios y calles anchas, parques inmensos y una gran alegría de vivir. En 1960, moriría mi padre. Y a mi familia no le quedó más remedio que regresar a las islas en difíciles circunstancias. Mi primera impresión de niño sobre Canarias fue la del atraso: la diferencia entre una ciudad cosmopolita y unos pueblos y ciudades insulares anclados en el pasado y en los que existía todavía entonces una gran pobreza. No había televisión para ver mis programas favoritos y, ¡ni siquiera, disfrutar de los dibujos animados!Pasaríamos parte del invierno en el interior de la isla. Primero en Tacoronte, donde experimentaría por primera vez el desagradable frío húmedo y luego, en Los Silos, un municipio en su extremo norte, donde iría con mi tío a pescar a la costa, casi todos los días. A finales de aquel año volveríamos a vivir al barrio del Toscal, a casa de mi abuela y allí haría mis primeros amigos locales. En aquella época se podía jugar todavía en la calle que era un lugar usado plenamente por transeúntes y vecinos. Apenas circulaban vehículos y los barrios eran unos espacios en los que el contacto personal era inmediato, lo que daba lugar a un uso más seguro y humano de la ciudad. Años después, cuando leí las descripciones de Jane Jacobs sobre North End en Boston, entendí en seguida a que se refería, en relación con aquella experiencia tenida en la niñez.En el Toscal, con diez años, podíamos hacer expediciones infantiles de un extremo al otro y aventurarnos a los campos y caminos colindantes para explorar en las plataneras y cazar lagartos. La paulatina invasión y ocupación del viario por los coches iría reduciendo esta forma de disfrutar del espacio público hasta eliminarla completamente. Junto a ello, la transformación del centro histórico en un inmenso espacio comercial y de oficinas ha desnudado de usos residenciales aquel espacio urbano más amable, habitado y habitable. Sin embargo, el barrio del Toscal ha resistido esa embestida debido a razones que, probablemente, tienen que ver con la planificación urbanística aplicada, como más adelante argumentaré.